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1997-02-13
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----------------------------------------------------------------------------
Boletín de El Libro de Arena
Tema: Relato de Ciencia Ficción
Puesto o actualizado el 9 de septiembre de 1990
----------------------------------------------------------------------------
Instante
Eduardo J. Carletti
UNO
Para ti ni siquiera soy un eco;
Para ti ni siquiera soy un ansia y un arcano,
Una isla de magia y de temores,
Como lo son tal vez todos los hombres,
Como lo fuiste tú, bajo otros astros.
Jorge Luis Borges
Los monitores están cayendo, los indicadores de emergencia
parpadean con furia: hay que hacer un traspaso, urgente. La
angustia le aprieta el corazón; siente un dolor eléctrico
que le sube por los músculos de los brazos desde la punta de
los dedos. Empieza a llorar.
En medio de los calambres y las lágrimas incontenibles
ve que el buscador tiene algo en la mira. Lanza la orden de
traspaso. La nave acelera, dispara los híper y se convierte
en un borrón. La estrella crece en la pantalla hasta
cubrirla de fuego. Penetran.
En ese momento pasa algo: todas las alarmas aúllan, la
nave parece retorcerse y vibrar de un modo imposible.
Desesperada y casi sin sentido, se sienta en la consola de
control y se conecta con la computadora; pero ya es tarde:
el infierno penetra por los circuitos, derramándose
dolorosamente por sus neuronas, destruyéndole la conciencia.
Abre la boca para gritar pero el grito no llega al
aire: en un instante la nave, su piloto y los sonidos se
convierten en partículas desatadas que tampoco llegan a
escapar, porque caen sobre sí mismas para volverse un
imposible, un amasijo monstruoso de nada que rompe
violentamente las barreras de la realidad, del espacio y del
tiempo.
Por un inmortal poder, todas las cosas
cercanas o lejanas,
ocultamente,
están ligadas entre sí,
de modo que no puedes arrancar una flor
sin perturbar las estrellas.
Francis Thompson
1.
El silencio es absoluto. A través de capas sucesivas de
aire, plástico, espacio y nada Rostán siente la presión
enloquecedora del peligro, del colapso inminente, de la
muerte instantánea. Por supuesto que lo prepararon para
enfrentar todo eso, pero la realidad tal cual es nunca es
igual a la realidad esperada: está el factor azar. Y el
miedo.
La playa fue alguna vez el sueño de un millonario.
Todavía queda la arena blanquísima y la vegetación
desbordante. El lago sigue bailando con pereza, cumpliendo
con su ilusión de oleaje marino; pero muchas cosas fallan.
Sobre la línea de la marea aparecen millones de piecitas
blancas, extrañas, de formas casi caprichosas: huesos,
osamentas destrozadas, rodando infinitamente en la
oscilación lenta del agua prisionera; restos estúpidos,
infelices y abandonados; muestras congeladas de un millón de
finales. ¿Cuántos animalitos quedaron olvidados ahí,
convirtiéndose en fósiles de una era saturada de
cibernética? Rostán se pregunta esto una y otra vez; se lo
pregunta cada vez que ve el reflejo de blanco sobre blanco,
cada vez que husmea la muerte; siempre.
Sube a unas rocas. Macarti está ahí, durmiendo al sol,
abandonado en un relax absoluto sobre una reposera plástica,
en una playita escondida entre unos grupos de piedras de
formas fantasmales. Rostán, mientras se acerca, aprovecha
para estudiarlo.
Macarti siempre fue reconocido como un científico
escrupuloso, excesivamente ordenado; Rostán ve ahora a un
hombre en pleno descuido: la barba crecida, las uñas sucias,
la ropa mugrienta y el pelo pegoteado y largo. En pocos
segundos encuentra la palabra exacta para describir la
situación: abandono. En la Tierra no han perdido el olfato:
algo pasa.
Se acerca. El crujido suave de la arena debajo de sus
sandalias llega a los oídos de Macarti, que abre los ojos
con esfuerzo, luchando con el resplandor del sol, y empieza
a incorporarse. Rostán se sorprende: ¿cómo lo escuchó? Toma
nota mentalmente para el estudio posterior: el profesor
muestra una sensibilidad exacerbada; algo anormal.
Pe... pero... ¿quién es usted? Macarti se levanta y
retrocede unos pasos. Su pregunta tiene un tono complejo,
dice muchísimas cosas más que lo que expresan las palabras.
Rostán sonríe:
Perdone doctor, pero no tuvieron tiempo de avisarle.
Hubo un problema en la nave que me llevaba y... bueno...
como era el único pasajero decidieron dejarme aquí,
aprovechando la compuerta automática, ya que debían
retroceder hasta un centro de reparaciones. Ahora no tengo
más remedio que esperar: la próxima nave pasa en un par de
semanas. Mientras tanto no quisiera resultar demasiado
molesto. Las palabras ensayadas mil veces le suenan
falsas. Espera en tensión.
N... no entiendo...
Rostán observa un par de cosas: tics, manos
temblorosas, ojos que no terminan de afirmarse en ningún
lado; tensión, tal vez extremada.
Busca una salida.
¿Qué tal si me invita a tomar algo fresco, así se lo
explico con más tranquilidad? despliega una sonrisa,
manteniendo la respiración calma, pausada: la pose exacta
para la confianza, una actitud teatral resultante de horas y
horas de estudio orientado a inventarle una personalidad
nueva, a borrar tendencias naturales y adaptarse a otras más
aceptables para el profesor. ¿Funcionaría?
Macarti se acerca dudando. ¿Un problema? pregunta
con un hilo de voz. Las manos le tiemblan, tiene la
respiración entrecortada. Rostán siente una pena profunda
que le sube a la garganta: ya no es ese genio de la
cosmología que conoció indirectamente. Está destruido.
El profesor parpadea y vuelve a preguntar: ¿Dijo que
tuvieron un problema? La reiteración es una muestra
abreviada de la confusión que reina en su mente.
Rostán le señala el camino hacia el área habitacional.
Macarti sigue con la vista la línea del dedo y asiente. Da
unos pasos en silencio, sin demasiada convicción,
arrastrando los pies; la propuesta le sirve de escape, es
una forma de huir momentáneamente de la situación. Rostán lo
nota de inmediato y se guarda el dato para más adelante. Lo
sigue.
Mientras caminan recuerda con trazos de fuego la
ubicación de cada cosa: la preparación fue intensiva, aunque
no perfecta. Avanza con los hombros caídos, como si llevase
un peso agobiante. Le parece sentir el calor de ese sol o
esa estrella, si respeta la costumbre de los navegantes de
la Tierra: sólo el Sol puede llamarse sol penetrando como
un zumbido por su coronilla, gritándole orgullosamente:
¡estoy aquí, soy el peligro... Soy muerte! La sensación lo
hace estremecer: está claro que no hay preparación
suficiente para enfrentarse a eso. Los conceptos
intelectuales pueden parecer muy sólidos en la Tierra, pero
ahí no valen mucho. Bajo esa estrella reina el miedo...
Siempre el miedo.
Salen de la playa después de ascender por un grupo
pequeño de rocas. Luego de haber visto innumerables
películas, avanza conociendo el camino metro a metro, pero
como le advirtieron que es muy posible que el profesor esté
sensibilizado y pueda notar inconscientemente esa
familiaridad se propone mostrar todo lo contrario: debe
dudar, desconocer las curvas y las bifurcaciones. Cuando
llegan a un cruce se detiene un instante. Duda.
Por ahí señala Macarti más despabilado.
Ah sí, gracias. Siempre manteniendo una sonrisa,
todo el tiempo.
Caminan por un sendero estrecho hasta que las rocas y
la vegetación ceden terreno al acero y pasan de la playa
salvaje al metal herrumbrado, a la parte fea de esa isla de
tecnología en corrupción silenciosa que la Tierra sostiene
tan, tan lejos.
Era una estación de carga le explicaron. Su dueño
ganó tanto con ella que le hizo modificaciones de lujo,
convirtiéndola en un lugar de trabajo muy especial: playa,
vegetación tropical, un simpático zoológico lleno de
mascotas reales e inventadas, filtros para la luz solar,
pseudogravedad y centenares de diversiones. Después de
agregarle todo eso siguió ganando toneladas de dinero más
placenteramente desde ya, hasta que se detectaron los
primeros signos de peligro. Ahí se terminó el negocio para
él y para todos y la abandonó sin demasiado dolor. Nosotros
aprovechamos el lugar para investigar el fenómeno porque era
la solución más rentable. Ya sabe, tuvimos la estación
abarrotada de sensores automáticos durante años, sin lograr
nada. Macarti está ahí para investigar la cosa más
íntimamente; lo enviamos cuando se consideró que la estrella
estaba sin duda estable, aunque nadie entendiera por qué.
Pero...
Por ese pero Rostán ha viajado millones de kilómetros,
dedicando tantas horas al entrenamiento previo que no pudo
ver a su esposa durante semanas. Por eso y por ella, la
estrella que se negó a seguir camino hacia la muerte, ese
enigma. Y por lo que ve en las actitudes del profesor es
posible que no se hayan equivocado.
Cuando entran al área de los laboratorios Rostán llega
a extrañar los huesos de la playa, el polvo del camino y la
herrumbre y la inseguridad de los pasillos de la estación:
ahí hay abandono de verdad; no el abandono o el deterioro
del metal o la naturaleza: abandono humano, suciedad, olor.
Con un gran esfuerzo simula normalidad.
Señor... empieza Macarti, deteniéndose luego de
alargar excesivamente la erre. La vacilación contiene una
pregunta, que Rostán contesta enseguida:
¡Oh, disculpe!: Rostán, Alberto Rostán, periodista.
Un historial falso que le han fabricado porque, según los
psicólogos de la Tierra, le permitirá hacer preguntas sin
crear sospechas. Trabajé un tiempo como articulista de
divulgación científica (otra pantalla para justificar sus
conocimientos de cosmología), así que lo conozco, doctor,
sé por qué está en este lugar perdido...
Mmmm... una vacilación y un posible reacomodo de
parámetros. Las manos le tiemblan. El silencio que sigue es
una tensión dolorosa en la frente de Rostán. Pero el aire se
distiende un poco y la charla continúa: ¿Periodista?...
Hubo una época en que me gustaban los periodistas. Tenía
menos años... Esperaba que me preguntaran cosas... Sonrisa
forzada, nervios. Pero ahora... La interrupción es
significativa. ¿Ahora qué? Rostán toma más notas mentales.
Bueno doctor... ¿qué le parece una cerveza? ¿Tiene?
Sabe que las tiene. Y que las usa: el incremento de
consumo de alcohol fue una de las primeras cosas que llamó
la atención de la Tierra.
Sí claro, por supuesto. Espere un momento, por favor.
Se dirige al área de vivienda. Tengo algo en la
heladera, pero no sé si... Se advierte un relajamiento en
la articulación de las frases. La cosa parece encaminarse.
Rostán aparta una pila de ropa sucia y se sienta en un
sillón a esperar.
El profesor vuelve con un pack de dos litros. Tira del
cierre, sobresaltándose con el soplido del gas, sirve dos
vasos enormes y le alcanza uno. Después se sienta en su
sillón y toma un trago larguísimo. Rostán capta la ansiedad
y no puede evitar una conclusión: Posible alcoholismo, anota
mentalmente. No quiere olvidar detalles que puedan resultar
significativos.
¿Así que sabe qué estoy haciendo acá? el tono
indica que se siente halagado. Buena señal.
Sí, por supuesto. Ya sabrá cuánto se habló del tema:
no todos los días suceden este tipo de singularidades
cósmicas. Una estrella que cambia sus condiciones de
evolución... Lo que afirma es verdad: la cosa había sido
noticia durante semanas. Luego, como siempre, había muerto
sepultada por alguna guerra. Y además es un tema que me
fascina. ¿Hay algo que me pueda contar sobre los motivos del
aborto?
Bueno... Tics, temblores... y un silencio lleno de
retorcimiento de manos y respiración convulsa. Algo relativo
al trabajo, otra anotación mental. ...es que no puedo
informar nada sin pasar por el control de la Tierra.
La excusa suena falsa pero debe aceptarla, por
supuesto; lo lee en la tensión de los labios, en el parpadeo
exagerado.
Sí, claro, es lógico. Discúlpeme por favor, no quería
molestarlo. Ya sabe, esto de hacer preguntas es una
costumbre inconsciente de periodista, algo que se pega.
Espero que me sepa disculpar.
Por supuesto, por supuesto...
El profesor es un hombre diferente cuando se lo
presiona y en los momentos que se relaja; Rostán también
observa eso. Al mismo tiempo decide que es suficiente para
un encuentro. Busca la salida que seguramente Macarti va a
recibir con alivio:
Perdón doctor... una pausa breve para la
credibilidad, es que vengo viajando hace horas y horas. No
sé cuál será su horario; espero adaptarme pronto a él... al
menos hasta que me vengan a buscar. Pero ahora me
gustaría... emmm... digamos descansar algo; dormir un rato.
Y perdóneme por ser tan caradura.
Pero claro. Venga conmigo. (Alivio.) Por acá.
Lo conduce por una serie de pasillos malolientes hasta
un cuarto pequeño y casi vacío, ocupado apenas por una cama
y una silla solitaria. Más adelante lo acomodaré mejor
promete. Espera un leve asentimiento y luego se escapa
apresurado.
Ansiedad, anota Rostán. Excesiva.
Recuerdo que cuando eras joven
brillabas como un sol...
Ahora hay una mirada en tus ojos,
como agujeros negros en el cielo.
Pink Floyd
2.
Descansa en el cuartito sin dormir: está tenso y le
resultaría imposible conciliar el sueño. No está cansado; el
pedido al profesor fue una excusa, una forma de escapar y
permitir que la situación se relajara. Después de esperar
todo lo que puede unas cuatro horas se toma una aspirina
y sale de su encierro un poco entumecido y con una cantidad
de anotaciones nuevas en la libretita.
Entra en el baño con precaución: el aire está pasado de
olor a humo, como si el profesor hubiese quemado papeles o
basura ahí adentro. Una breve inspección lo lleva a una
pequeña pila de cenizas en un ángulo de la bañera. Las
remueve lentamente con un dedo y encuentra algo más o menos
reconocible pegado en los azulejos. Al desprenderlo y
estudiarlo de cerca ve que es ropa, un trozo ínfimo de tela
azul chamuscada. Suspirando, se lava la cara y sale. En el
pasillo lo espera otra sorpresa.
A la estación no le faltan las compuertas de seguridad:
todo artefacto habitable que deba sostenerse en el vacío las
tiene. En caso de rotura de paredes exteriores por la
causa que sea se cierran automáticamente, separando
secciones para salvar vidas y equipos de los efectos
horribles de la descompresión explosiva. Entre la zona
habitacional y los laboratorios hay una: Rostán la cruzó
hace unas horas junto al profesor. Ahora está cerrada.
Algo irritado, aprieta el botón del intercomunicador.
El sonido de llamada suena por el retorno, pero pasan los
segundos y no hay respuesta. Rostán vuelve a apretar,
soltando el pulsador enseguida: debe dominarse, actuar con
paciencia.
Espera un minuto, pero Macarti no aparece. Dando una
vuelta en círculo puede llegar a los laboratorios por el
lado opuesto de la estación, claro que eso significa
además de mostrar su conocimiento del lugar al profesor
tener que andar kilómetros por pasillos polvorientos,
derruidos y tal vez, en áreas fuera de uso de ese gigante
orbital, totalmente a oscuras. Rostán decide esperar un
poco.
Se sienta en la sillita de su habitación con la cara
hacia la puerta abierta y las piernas descansando sobre la
cama. Al apoyar la cabeza siente algo extraño: por las
paredes metálicas llega una sinfonía de ruidos ínfimos,
erráticos, que emite la estructura envejecida de la
estación; sonidos fantasmagóricos nacidos de las tensiones
inducidas por los generadores de gravedad y de las
compresiones y expansiones térmicas que sufre el esqueleto
de acero cuando una parte va quedando enfrentada al calor de
la estrella y la otra, escondida en su propia sombra, se
enfría con brusquedad. Rostán, que tiene la nuca apoyada en
el panel, pega un respingo: la pared le transmite un quejido
doloroso de mujer, un lamento profundo y horrible; algo que
jamás habría esperado oír. Se queda un momento confundido,
pero al instante reacciona y se da una pequeña palmada en la
mejilla, sonriendo: ¡Fantasmas! Con un poco de imaginación
cualquiera puede convertir esos ruidos tan extraños en
manifestaciones de vida, de sufrimiento. Muchos han hablado
de fantasmas espaciales; incluso hay gente hipersensible que
se trastorna tanto que puede llegar a enloquecer. Rostán,
que no quiere desperdiciar ni el más mínimo detalle, anota
en su libretita: La estación es ruidosa. Verificar si
Macarti no...
Se interrumpe. Le parece haber oído un arrastrar de
pies frente a la puerta. Mueve la cabeza y ve un reflejo
distorsionado moviéndose sobre la parte de la estructura que
aún brilla, un bulto de tonalidad celeste. Aguza el oído y
llega a percibir una respiración agitada: el profesor.
Guarda la libretita en el pantalón. Dibuja una sonrisa
en sus labios, se levanta en silencio y sale casi de un
salto.
Macarti está contra la pared.
Ah, hola doctor. La verdad que dormí una buena
siesta. Suerte que lo encuentro por acá; ya me estaba
aburriendo.
Macarti empieza un leve movimiento de fuga, pero
comprende de inmediato que no puede escapar. Sonríe con
esfuerzo y le señala la compuerta. Rostán actúa como si no
hubiese pasado nada.
¿Por aquí? pregunta con la voz más inocente que
puede.
Sí, venga...
La compuerta se abre en silencio. Al otro lado los
pasillos, si eso es posible, parecen todavía más sucios. Hay
un olor a cebolla mezclado con queso a medio pudrir:
transpiración humana. Por suerte el profesor cambió algo su
aspecto. Rostán nota que lleva ropas nuevas, que huele mucho
mejor. ¿Un buen signo?
Antes de llegar a los laboratorios propiamente dichos
Macarti señala una puerta que luce un pequeño letrero:
Servicios. Entran en una pequeña cocina, medianamente
aseada. Sobre la mesa hay un pan cubierto de verdín y unas
cáscaras resecas de naranja. El profesor pasa una mano por
encima y las tira al piso.
Un momento pide. Sigue tenso.
Abre la heladera y hurga en el primer nivel. ¿Quiere
algo? le pregunta. Las manos se mueven como ratas por
entre los envoltorios prolijos, sin agarrar nada.
¿Tiene queso y dulce? Rostán pide lo primero que le
viene a la cabeza. ¿Jugo de frutas?
Sí, claro. Por supuesto. El profesor se agacha,
extrae una cantidad exagerada de porciones y las va
acomodando sobre la mesa. Después toma un pack de medio
litro de jugo y se lo pone adelante. Si quiere algo más no
tiene más que servirse...
Se da vuelta para salir, pestañeando furiosamente: está
cargado de nervios. Rostán le lanza la pregunta con
suavidad:
¿Qué tal va la estrella? Quiere que el profesor se
quede.
¿Cómo? La mirada de Macarti está llena de
perplejidad: no esperaba semejante pregunta.
Perdone lograda la atención del profesor, ahora
tiene que desviarla hacia otra cosa, acabo de recordar que
no puede hablar de eso. El profesor sigue parpadeando;
tiene la boca abierta con la lengua asomando levemente entre
los labios: una expresión algo anormal. Dígame, ¿me puedo
bañar en el lago?
El profesor se queda congelado un instante; esos
cambios bruscos lo desarman. Se pasa la mano derecha por la
frente y articula un par de frases sin emitir ningún sonido.
Finalmente cierra los ojos; se distiende un poco.
Sí, claro dice con voz ronca. Luego carraspea y
continúa con más claridad: El agua es bastante tibia y
tiene algún porcentaje de iodo que...
¡Magnífico! Me gustaría acompañarlo cuando vaya. En
realidad el agua me asusta, pero con un compañero...
Macarti vuelve a su rigidez. Se sienta con lentitud.
Mire... ehhh... Ro... Rostán, yo, yo... tengo de...
demasiado tra... tra... bajo pa... pa... ra darme el lujo
de... de...
Rostán no dice nada. Empieza a abrir un paquetito de
queso y dulce con parsimonia. El profesor abandona su
tartamudeo y tira de la cintita del envase de jugo,
sirviendo a continuación en dos vasos polvorientos.
Reacciones sociales medianamente normales, anota Rostán
mentalmente para el análisis futuro. Cuando se distiende no
elude las buenas costumbres.
Toma el vaso y prueba un trago: naranjas. Macarti se
queda mirándolo tomar. Le sonríe.
No sé cuánto tiempo estaré por acá Rostán sabe que
es un tema que le preocupa al profesor, así que mientras
tanto podría ayudar en algo. ¿Quiere que cocine o que limpie
algo? ¿Alguna conexión de equipos? Fui electricista... No
quiere presionar demasiado, pero para lograr algo debe ir
pulsando cuerdas.
El profesor no sabe qué decir; se retuerce.
Bueno, yo... El parpadeo se ha reiniciado, la boca
se le va deformando hacia un costado. Aprieta el borde de la
mesa con nerviosidad. La verdad es que preferiría que
usted...
Rostán hace una última prueba.
Macarti, ¿por qué no me cuenta algo de FSN 717?
Todo ocurre como si le hubiese pegado un puntapié a un
tigre salvaje. El profesor se levanta con los ojos
enfebrecidos, muestra un destornillador en la mano derecha
y, con un movimiento convulso, lo dirige hacia el vientre de
su visitante.
¡Profesor, no! alcanza a gritar Rostán mientras se
lanza hacia atrás, arrastrando la silla.
Macarti se detiene a tiempo. Retrocede confundido,
metiendo el arma improvisada en un bolsillo de su
guardapolvos, y sale como una rata del pequeño recinto. Se
lo oye correr por el pasillo hasta chocar con un mamparo. En
medio de algo parecido a sollozos resuena un portazo, que
queda vibrando en el aire hasta que todo se aquieta y vuelve
ese semisilencio opaco, manchado por los murmullos erráticos
de la estación.
Rostán está congelado en su silla, cubriéndose el
estómago con ambas manos: estuvo cerca, muy cerca. Mientras
las lágrimas corren imparables por su cara, suspira
profundamente, tratando de volver a la normalidad, buscando
recuperar el control de sus nervios destrozados.
No, mi corazón no duerme.
Está despierto, despierto.
Ni duerme ni sueña, mira,
los ojos claros abiertos,
señas lejanas y escucha
a orillas del gran silencio.
Antonio Machado
3.
A la mañana del tercer día todavía no ha vuelto a ver a
Macarti. No es que esté escondido o inencontrable: el
profesor anda por ahí; a veces oye sus pasos por los
corredores o ve alguna cosa cambiada de lugar. Es evidente
que se la pasa rondándolo, vigilando sus movimientos, al
mismo tiempo que elude obsesivamente los encuentros.
El día después del incidente, luego de buscarlo por el
interior de la estación hasta donde le permitió la
prudencia, estuvo caminando por las playas, tratando de
ubicarlo, mientras exploraba los vericuetos de esa
naturaleza construida por humanos. Cuando se sintió agotado
y hambriento volvió al área habitacional y encontró un par
de hamburguesas recocinadas, un tomate y un pan en una
mesita. A la tarde y a la noche la situación se repitió: de
uno u otro modo el profesor encontraba la forma de dejarle
cosas sin que lo viera. Parecía tan escurridizo como una
cucaracha.
Desde entonces Rostán viene aprovechando como puede esa
libertad relativa, dedicándose a husmear lo más posible en
la estación y ocupando el tiempo libre en el análisis de una
serie de sensaciones casi subliminales que capta en el
ambiente. Por ejemplo: al profesor no le molesta la soledad,
es una cosa que puede deducir sin profundizar demasiado. Ha
instalado la radio fuera de sus habitaciones y lejos de las
áreas donde se mueve; ni siquiera en un lugar cerca de los
laboratorios. Está claro que no necesita demasiado ese
cordón umbilical que une a todos los robinsones con sus
tierras perdidas. No le interesa en absoluto.
Otro punto revelador es la ausencia de pedidos de
revistas, libros, cintas de video u otro medio de
comunicación visual o auditiva; ni uno solo desde su llegada
a la estación, seis meses atrás. No es algo anormal, pero
reafirma su idea de que Macarti no sólo no siente ni una
pizca de molestia por su soledad en esa estación perdida y
herrumbrada, sino que la desea, le gusta; quiere estar solo.
Unas conclusiones que, de confirmarse, podrían terminar con
toda una rama de posibilidades: las relacionadas con la
locura por aislamiento.
Quedan en pie otras cosas: podría haber un problema de
salud física, algún mal misterioso que el sensor de
diagnóstico no hubiese sido capaz de detectar; aunque las
posibilidades son bajas: el profesor se chequeó dos semanas
atrás sin que apareciera nada digno de mención; sin embargo
su trastorno mental empezó antes: hace más de un mes que no
se comunica con la Tierra, que no envía sus informes y ni
siquiera contesta. El centro de operaciones de la Tierra
sabe que aún vive gracias a la computadora, que registra los
movimientos y los consumos; de otro modo hubiesen pensado
que estaba muerto.
Los restantes puntos en consideración podrían entrar en
rozamiento con las ideas psicológicas del momento, sin
volverse descartables por esa razón, por supuesto; la
psicología ha construido desde sus principios una cantidad
enorme de edificios teóricos para luego derrumbarlos
concienzudamente hasta los cimientos. Lo que se debe tener
en cuenta es que los entornos diferentes que enfrenta el ser
humano en la exploración del universo pueden generar nuevos
tipos de locura. Y esa es la posibilidad en este caso: algo
nuevo.
Se lo ve nervioso, acosado fue anotando en la
libretita. Observando los registros de la computadora se
nota que ha perdido el control de sus hábitos: no limpia,
come de vez en cuando, no se asea. Creo que pasa gran parte
de su tiempo en los laboratorios, aunque no está registrando
progresos. Hace varias semanas que no introduce nada en el
banco de datos ni envía informes a la Tierra. Parece estar
fascinado fascinado no es la palabra exacta; su actitud es
difícil de describir con FSN 717, aunque elude toda
conversación sobre ella. Ha adquirido un perfil
profundamente psicótico, con graves complicaciones debido a
sus tendencias paranoides. Tiene un nivel de tensión
nerviosa muy superior a lo normal. De pequeños indicios
deduzco que no le interesa alejarse de la estación. Es más,
creo que se resistiría. Eso excluye o por lo menos
disminuye la posibilidad de que se haya trastornado por
miedo a la explosión. Vivir cerca de una estrella que ha
abortado un proceso de supernova no es algo reconfortante
para los nervios: lo estoy comprobando personalmente. Pero
eso a él no le preocupa; o al menos parece no preocuparle.
El tercer día resulta interesante. Al mediodía ve a
Macarti a lo lejos, subiendo por la ladera de un cerro
pequeño que se eleva al borde del lago; un amontonamiento de
rocas construido casi seguro como receptáculo y
camuflage de las maquinarias de mantenimiento de ese
paraíso artificial.
De inmediato entra en funcionamiento su instinto de
agente entrenado. Hasta ese momento, no sabiendo por dónde
estaba rondando el profesor, tuvo que limitar sus
movimientos para evitar sospechas; pero ahora sabe que está
afuera, suficientemente lejos. De pronto se encuentra en
libertad para investigar.
El laboratorio mayor está abarrotado de instrumentos.
Una consulta al banco de datos le permite confirmar que son
aparatos para heliosismología, una herramienta muy usada en
el estudio de las estrellas. En ese momento recuerda que los
registros de la Tierra indicaban que el profesor, antes de
trastornarse del todo, había concentrado sus miras en ese
tipo de estudios. En esa pila de papeles tiene que haber
algo, alguna clave.
Revisa listados y gráficos. FSN 717 muestra una
actividad sísmica bastante notable, aunque no es algo
sorprendente en una estrella que ha pasado misteriosa y
bruscamente de un estado catastrófico de presupernova tipo
II al actual, que parece ser el de una estrella vieja y
pacífica que se va contrayendo hasta apagarse. Aunque los
estudia hasta el aburrimiento, no obtiene nada nuevo, nada
revelador: todos los gráficos parecen iguales; los
sismogramas difieren en los tamaños y frecuencias de las
ondas, pero no dicen nada especial. Son un fracaso.
Sin esperar demasiado, decide hacer un registro
profundo de la habitación. Busca en las gavetas de un
archivador, sin encontrar más que una serie interminable de
heliosismogramas y grabaciones sísmicas doppler de todo
tipo, llenas por lo general de marcas y anotaciones en color
hechas por Macarti. Cuando está convencido de haber perdido
el tiempo inútilmente, encuentra algo que le llama la
atención: una gran bolsa de papel llena de algo movedizo,
suelto, que parecen ser confites o pastillas de algún tipo,
¿Drogas?
Rasga el papel y al mismo tiempo oye la puerta exterior
que se abre. Tira la bolsa en su lugar y se desliza contra
la pared hasta el pasillo que da a la zona de servicios. En
el último instante llega a ver la bota del profesor en el
umbral, pero sale a tiempo, sin que éste lo vea. Camina
agitado por los pasillos polvorientos, leyendo el mapa
mental, hasta llegar a su habitación, que sigue siendo tan
austera como el primer día. En el puño derecho tiene algo
pequeño, duro y seco que llegó a extraer de la bolsa: un
hueso.
Rostán ha incrementado sus exploraciones a las playas. El
lago tiene forma de riñón y es muy grande. Las zonas de
arena se subdividen en playitas pequeñas separadas por
rocas. En algunos lugares es bastante difícil llegar al agua
porque atrás de la playa el camino está cerrado por una
vegetación exhuberante, mientras que a ambos costados se
alzan paredes de piedra enormes, accidentadas.
Hay un lugar que lo atrae por su inaccesibilidad: la
playa inmediatamente adyacente al cerro pequeño. Ya se
lastimó los pies y las manos por querer encaramarse sobre
esas rocas filosas. Ese día decide entrar a toda costa, así
que se lanza a subir con muchísimo cuidado, lentamente, por
un camino elegido luego de horas de observación. No se
preocupa por el regreso: ya verá cómo bajar.
Cuando llega a la parte superior ve extendida frente a
él una playita que no tiene nada fuera de lo común. Aunque
son todas diferentes (el arquitecto seguramente trató de
evitar el tedio), nunca lo son tanto como para encontrar
algo mencionable. Esta tiene una forma convencional, como de
cuña, con el vértice apuntando para el lado de la
vegetación. Hay unas rocas redondas de color gris claro
salpicadas aquí y allá. El agua oscila con lentitud,
imitando pobremente un oleaje marino. Ahí también hay
huesos. Por millares.
Antes de terminar su inspección a distancia su vista se
encuentra con algo extraño en la arena, en línea recta
debajo de él. Un saliente le impide ver bien qué es, pero
llega a definir que podría ser algún tipo de construcción:
una especie de patio redondo o pista de baile. Empieza a
bajar.
Los salientes y vericuetos de la pared lo apartan poco
a poco de su objetivo. Cuando puede poner pie en la playa lo
ve de lejos: es un círculo de un color más claro que el de
la arena, un color conocido: el blanco de los huesos. Tiene
por lo menos doce metros de diámetro, aunque le falta una
porción sobre un costado, como si hubiese sufrido un
mordisco, dando la impresión de ser una obra inconclusa.
Rostán se acerca en silencio, con cautela, y se queda
quieto frente a esa cosa única, helado de admiración. Parece
que Macarti tiene un sentido artístico profundo; es
evidente. El círculo está formado por miles de huesitos
acomodados uno junto al otro siguiendo un diseño complejo y
maravilloso para la vista: curvas y más curvas de precisión
increíble, entrecruzadas como un tejido demente pero
perfecto, agradable en su incomprensibilidad. Parece la
representación de una abertura a un mundo matemático
imposible; mágico e inalcanzable.
Apoya una rodilla en la arena y toma un hueso con
delicadeza. En un primer momento piensa que ese hombre
trastornado los elige uno por uno, buscando febrilmente
hasta encontrar el siguiente que encaje; pero eso es
imposible teniendo en cuenta el tiempo que lleva en la
estación: ni siquiera dedicando cada minuto de los seis
meses a semejante tarea hubiese podido armar ese
rompecabezas perfecto. Estudiándolo con atención descubre
que en realidad cada huesito está tallado o pulido para
ocupar su lugar en esa fórmula mágica dibujada con precisión
por un loco o un dios. Una cosa espectacular, única,
maravillosa.
Está acomodando la pieza de vuelta en su lugar cuando
algo se mueve en el borde de su campo de visión. Levanta los
ojos y ve un sendero bien marcado que se dirige hacia la
vegetación espesa y, más allá, un objeto que se mueve entre
los helechos; algo que brilla. Un instante después descubre,
detrás del reflejo, un par de ojos enloquecidos.
¡No lo toque, periodista... o lo mato! grita
Macarti fuera de sí. Rostán se levanta con lentitud
infinita.
¡Profesor... no haga locuras! El pedido suena
ridículo, casi insensato. Está tal cual lo encontré. Y no
lo voy a tocar...
El reflejo metálico describe un arco; tiembla. Un arma.
¡Quiero que se vaya! es más un ruego que una
orden. ¡Me molesta continuamente! ¿Es que no tiene nada
que hacer? Rostán ve que la boca oscura del laser vuelve a
apuntar hacia su cuerpo. ¡Váyase, desaparezca!
histéricamente, ¡no lo quiero ver más!
Rostán gira con lentitud, sintiendo una sensación
dolorosa en la espalda, casi el anticipo de la quemadura
atroz del arma. Pidiéndole a todos sus dioses, camina
lentamente hacia la pared de piedra. El sonido casi
inexistente del agua se mezcla con su respiración agitada.
Oye sollozar al profesor, pero sigue en línea recta, sin
vacilar. Tiene miedo de darse vuelta, miedo de que ese pobre
hombre no pueda controlar sus dedos y dispare; miedo, mucho
miedo.
... y los muros de este infierno serán, así,
cada día más herméticos.
Ernesto Sábato
4.
Esa noche duerme a los saltos. En su semi inconsciencia los
sonidos de la estación se mezclan con el recuerdo del miedo.
Tiene un sueño angustiante: Está en un cuartito pequeño y
maloliente; en la habitación de al lado una mujer es
torturada con pequeños láseres que primero le van quemando
la piel trozo a trozo y luego siguen hundiéndose a más y más
profundidad, penetrando a través de los músculos,
descalabrándola hasta llegar a los huesos. Es un trabajo
horroroso, interminable, que se repite en cada extremidad
hasta acabar con ellas y luego sigue con el resto de ese
cuerpo destrozado; sin piedad.
Los gritos son espantosos. En el sueño él está drogado
de tal forma que casi no se puede mover, ni siquiera puede
taparse los oídos. Oye los alaridos y el ruido de la carne
quemándose. El olor penetra por debajo de la puerta,
descomponiéndolo. A ella la tienen drogada de tal modo que
todo su sistema nervioso está sensibilizado: no se puede
desmayar; sólo le queda conciencia para concentrarse en el
sufrimiento, en el dolor. Es un sueño terrible. Se despierta
espantado.
Frota con los nudillos sus ojos irritados. Los sonidos
de la estación se parecen a los de la pesadilla. Rostán no
puede soportar más y separa la cama de la pared, alejándose
un poco de esa sinfonía infernal. Cuando logra ir cayendo de
nuevo en el sueño siente una presencia, una respiración y un
sonido de algo que se arrastra a su lado. Asciende boqueando
por los niveles de conciencia y abre los ojos con esfuerzo,
lleno de terror.
Está transpirado, el corazón le late con fuerza. Oye un
ruidito en el pasillo y luego el chirrido de la compuerta
que se cierra. Husmea el aire y llega a detectar, por sobre
sus propios olores corporales aumentados por el miedo, el
olor a transpiración del profesor. Se sienta en la cama,
súbitamente consciente del peligro por el que ha pasado:
estuvo ahí... ¿Pero para qué? ¿Buscando qué?, se pregunta
con desesperación.
De pronto se da cuenta del porqué y el corazón le pega
un salto: la libreta. Se palpa los bolsillos y sí, ya no
está. Ahora no le queda nada que esconder. Ahí estaba todo,
todo. El profesor lo ha desenmascarado; a partir de ese
momento será imposible prever sus reacciones.
En pocos instantes Rostán decide dos cosas. Primero: es
inútil que siga fingiendo. Segundo: debe escapar, dejar ese
lugar donde está tan expuesto a las acciones de ese hombre
trastornado.
Cuando lleva un minuto corriendo, la estación despierta
y se llena de sonidos. Rostán espera que terminen los
retumbos para detener su carrera. Respirando con dificultad,
conecta su terminal portátil a un toma del pasillo y se
introduce en el sistema.
El profesor ha ordenado el cierre de emergencia de las
compuertas. Por fortuna en la Tierra lo proveyeron de un
código de prioridad absoluta que le permitirá sobrevivir en
la estación. Como ignora hasta qué punto puede penetrar el
profesor en el sistema operativo, no se preocupa por
disimular nada: basta un nivel de acceso cero seis para
enterarse de todas las órdenes emitidas desde cualquier
terminal aunque no se las pueda contrarrestar o anular si
quien las ingresó tiene un número mayor de prioridad y es
muy posible que Macarti lo tenga; lo contrario sería ilógico
después de seis meses de ser el único habitante de ese
monstruo orbital.
El primer punto importante para la supervivencia es
delimitar un territorio; para eso accede a los mapas y
obtiene su posición y la del profesor. Luego cambia los
códigos de apertura de las compuertas que dan paso a la zona
que ha elegido para él. Es una porción pequeña del área
habitacional donde tiene todo lo necesario: varios puntos de
conexión con el sistema, habitaciones, dos cuartos de
alimentación con reposición automática desde el almacén
central, y lo más importante: acceso al exterior y a la
comunicación radial con la Tierra.
Lo segundo es tratar de obtener un poco de información
sobre las disponibilidades del profesor, especialmente en el
rubro armamentos. Una breve lectura de las existencias le
confirma lo que temía: gran parte de los equipos o
herramientas que pueden ser usados como armas fueron
retirados de sus lugares y ya no están bajo control del
sistema. El profesor no perdió el tiempo.
En base a esta nueva información decide aumentar la
seguridad de su encierro. Cambia los códigos de otro grupo
de compuertas, creando un anillo de neutralidad alrededor de
su zona. Si el profesor desea atacarlo deberá derribar dos
compuertas, lo que lleva su seguridad al máximo posible
siempre y cuando mantenga un contacto activo con el sistema,
ya que cuando caiga una puede volver a poner dos de por
medio; sólo necesita unos segundos para cambiar la
programación.
Una vez que ha terminado con el ingreso de datos,
Rostán desconecta su terminal de esa boca que el profesor ya
debe tener localizada y traspasa la compuerta hacia su
territorio. El sistema cierra la frontera al detectar su
paso, sellando el acceso con un código privado. Rostán se
relaja: está en casa. Ahora el profesor podrá encontrarlo,
pero para llegar a él tendrá que enfrentarse con una serie
de dificultades que, si bien no son insalvables, por lo
menos resultarán lo suficientemente arduas para darle tiempo
de ponerse a salvo. Con la mente más tranquila, comienza a
planear los siguientes pasos a dar.
El primero y principal es obvio: informar la situación
a la Tierra. Hasta ese momento estuvo aislado por la
necesidad de mantener su identidad resguardada de los
husmeos del profesor, una actitud de precaución que ya no es
necesaria. Ahora se vuelve importante salvar la información
recogida hasta el momento, enviándola lo más pronto posible,
dado que la situación tensa y el estado psicótico del
profesor pueden desencadenar acciones violentas y de alto
riesgo para su vida.
Luego de grabar y lanzar el informe, Rostán se siente
más tranquilo. Trabajando sin tanta presión, se dedica a
pulir detalles. Pone en funcionamiento una rutina que dejará
un registro de los movimientos del profesor y disparará
alarmas en caso de situaciones peligrosas. Otra queda
encargada de monitorear sus accesos al sistema, bloqueándole
el paso a informaciones y comandos vitales. Los movimientos
en el exterior los puede registrar por medio del viejo
sistema satelitario, que debe poner en operación, ya que la
inactividad ha causado una serie de abortos en las
subrutinas de manejo. Pierde el resto del día sumergido
entre las líneas de programa.
Al día siguiente recibe la respuesta de la Tierra: un
largo mensaje cifrado que ocupa varias páginas en la
impresora, compuesto en buena parte por recomendaciones
sobre las actitudes y medidas a tomar, pero también hay algo
interesante, que absorbe su atención por el resto de la
mañana.
Le informan que procesaron los datos que les envió con
un programa de simulación, haciendo retroceder los sucesos
en el tiempo desde el estado actual de la estrella hacia el
pasado cercano. Las computadoras entregaron infinidad de
detalles de lo ocurrido hora a hora una representación
pormenorizada de sucesos pero luego de un tiempo
equivalente a unos cincuenta años de evolución invertida se
perdieron en un galimatías de datos sin sentido, imposibles
de aplicar a una estrella en la realidad. La conclusión de
los científicos de la Tierra es que el estado actual de FSN
717, tomando en consideración todos los parámetros obtenidos
hasta el momento, directamente es imposible; no hay forma de
que la estrella haya llegado a esa situación; debería haber
seguido su proceso hacia la catástrofe final, tal como
estaba previsto, entrando en un colapso energético en el
término de unas décadas, ya que cuando había sido registrada
como supernova futura se encontraba a punto de entrar en la
fase de fusión del carbono. Sin embargo está ahí, cerca, con
su espectro normalizado y más viva que nunca, increíblemente
estable. Rostán se estremece, sintiendo la presión del miedo
que asoma entre los pliegues de su conciencia. Estable, sí,
pero... ¿por cuánto tiempo? ¿Para siempre?
El final del mensaje pide que les transmita con
urgencia toda la información que pueda recopilar, empezando
por la que el profesor tenga escondida y siguiendo por la
que él mismo obtenga con su investigación personal. Es muy
importante.
La orden lo pone en una situación difícil. Debe
recomponer totalmente sus planes: para acceder a los datos
tiene que entrar a los laboratorios, y los laboratorios no
son parte de su zona bajo control, sino un área particular
del profesor. Rostán es realista: teme que semejante
irrupción en un lugar que ese hombre trastornado cuida con
una obsesión especial, su santuario, desate en él una crisis
explosiva. Es casi seguro que no se va a quedar tranquilo;
para poder poner mano sobre la información deberá dejarlo
afuera y es evidente que eso va a causar un choque violento,
tan violento que no sería nada raro que uno de los dos
resulte muerto. Y el profesor es quien tiene las armas.
Resignado, se lanza de cabeza al trabajo. El riesgo es
grande, pero no se puede quedar esperando: la mecha está
encendida y él está sentado sobre la bomba. Es irremediable.
¿No has sentido en la noche,
cuando reina la sombra,
una voz apagada que canta
y una inmensa tristeza que llora?
Gustavo A. Bécquer
5.
Dos días después, muy temprano por la mañana, Rostán se
despierta sobresaltado: el computador está haciendo sonar
insistentemente el llamador de su habitación. Cuando termina
de desprenderse de la somnolencia ve una imagen en la
pantalla del terminal: Macarti se aleja de la estación
camino al cerro de las maquinarias, vestido con equipo de
escalar y con una mochila bastante voluminosa en la espalda.
Sin perder un instante, salta de la cama e introduce
instrucciones en la computadora, anulando los códigos
defensivos y trabas que instaló el profesor en el sistema.
Unos segundos después, cuando Macarti está a unos
trescientos metros de la estación, se oyen resonar las
compuertas en sus guías. Rostán espera tenso, hasta ver con
alivio que el profesor sigue su camino imperturbable, sin
advertir nada de lo que está pasando.
Corre por los pasillos polvorientos, esquivando pilas
de basura: papeles, cáscaras resecas de fruta, ropa sucia,
piezas de maquinaria llenas de herrumbre, arena de la playa,
envases vacíos... Los laboratorios parecen escapar de ese
carnaval de suciedad; en ellos el desorden es tecnológico:
racks llenos de tarjetas, sensores gravitatorios, fuentes de
alimentación, interferómetros, minicomputadores, sismógrafos
espectrográficos, procesadores matriciales, módulos de
memoria; equipos y más equipos... y cables, miles de cables.
Rostán da una mirada rápida a ese infierno de
conexiones, buscando errores lo suficientemente gruesos como
para ser notables, y luego va levantando las llaves de cada
uno de los módulos. A medida que las máquinas cumplen con
sus rutinas de arranque Rostán las va conectado con su
terminal y la computadora. En los dos primeros equipos el
vuelco de memoria está programado de antemano, de modo que
le basta con pulsar una tecla para iniciar la transferencia;
pero los sismógrafos no tienen esa facilidad, así que debe
sentarse a escribir las rutinas necesarias.
Por momentos el trabajo se vuelve un infierno. Los
vuelcos se realizan a ritmos diferentes; la transferencia
puede durar unos segundos o extenderse a varios minutos
dependiendo de la capacidad de la memoria local de cada
equipo. Los sismógrafos tienen memorias muy grandes, y por
eso son especialmente lentos en escupir su información.
Rostán va copiando su programa de uno a otro para acelerar
el proceso, pero no logra gran cosa: sólo posee la
posibilidad de establecer ocho enlaces simultáneos y los
tiene siempre ocupados.
La cosa se complica todavía más cuando encuentra
mempacks sueltos por las mesas, rotulados con fecha de toma,
comentarios de la experiencia y parámetros del equipo.
Rostán comprende que mover ese cúmulo inmenso de información
le llevaría horas, así que decide llevárselos y
transferirlos en su refugio.
Busca por los laboratorios algo donde ponerlos. Cada
puerta que abre es una sorpresa: en algunos armarios hay
alimentos en diferentes estados de descomposición, mientras
que otros están abarrotados de comida enlatada o conservada
de varias maneras, como si Macarti hubiese pensado en
transformar su zona en un bunker. En los cajones de un
escritorio encuentra algo que lo deja congelado un instante:
unas prendas íntimas de mujer blanquísimas y de tamaño
sorprendente. Luego, mirando mejor, puede ver que no son
verdaderas: están hechas de papel, concretamente con
recortes de esos gráficos llenos de sinusoides que entregan
los sismógrafos. Rostán toma un corpiño de estilo algo
antiguo y observa la delicadeza del armado: está formado por
piezas cortadas y adheridas prolijamente hasta lograr una
curvatura perfecta; incluso tiene cintas y broches de papel
construidos con una meticulosidad increíble, de modo que el
aspecto general es muy realista: de ahí su sorpresa inicial.
Sigue investigando. Los cajones resultan estar llenos
de imitaciones de prendas íntimas femeninas de diferentes
estilos y medidas, aunque siempre excesivamente grandes:
sólo en los cuadros antiguos se siguen viendo mujeres con
cuerpos de semejante tamaño; la estética de la época ha
regulado los volúmenes a niveles más armoniosos y prácticos.
Rostán deja de revisar y acomoda los cajones con
cuidado, tratando de dejar todo tal cual estaba. De pronto
se siente como un intruso, un voyeur improvisado que va
descorriendo los velos más íntimos del inconsciente de ese
hombre extraño, logrando sin querer que poco a poco se le
vayan develando profundidades insólitas, abismos inesperados
que un analista hubiese tardado años en explorar. Ese
fetichismo casi surreal del profesor debe responder a
motivaciones muy profundas, comprende Rostán, sintiendo una
pena enorme que le invade el pecho: habiendo tenido acceso a
su carpeta personal conoce detalles de la niñez del profesor
que preferiría ignorar; el dolor de los seres humanos no
debería ser registrado fríamente en una pila de papeles para
ser estudiado por extraños: es algo monstruoso.
Invadido por la tristeza, Rostán distrae su atención
del trabajo por unos momentos. Los problemas del profesor no
son sólo cosa de él; el dolor, la locura y la soledad
parecen ser partículas fundamentales del ser humano. Rostán
es sensible y no puede sustraerse al drama que se le
representa en silencio en medio del horror de ese
laboratorio lleno de muestras de locura, a millones de
kilómetros de su hogar. Se sienta un momento y oprime su
frente con dedos temblorosos. Pero la introspección le dura
sólo un instante, ya que de pronto la realidad se vuelve una
púa de hielo que se clava en su espalda como un relámpago,
llamándolo, pidiéndole atención: la estación vibra
repentinamente con un mensaje de muerte; un mensaje que no
se queda en la primera sílaba sino que sigue y sigue en una
charla enloquecida, violenta, interrumpiendo los
pensamientos, destrozando la seguridad momentánea que Rostán
creía disponer. Son unos sonidos bruscos, pulsos atroces de
metal torturado que no pueden ser otra cosa que explosiones.
El profesor ha vuelto y desea su santuario virgen, sin
intrusiones, sin la presencia de seres extraños a su
universo particular manchando el silencio del refugio; por
eso se abre paso a la fuerza, con todo lo que tiene a mano.
Está penetrando como un animal ciego que se abre camino
instintivamente, despreciando su propia seguridad,
destrozando todo a su paso con explosivos de minería que
obtuvo en los almacenes abandonados.
Rostán tarda unos instantes en reaccionar. Sale de su
congelamiento y da un salto hasta la consola de la
computadora, una ventana de acceso a la realidad de lo que
está sucediendo. El mapa de la estación aparece con colores
nuevos superpuestos a los normales. La zona que sufre las
explosiones muestra unos zigzags furiosos en amarillo,
quebraduras que se van ensanchando ante el avance
destructivo de la rabia del profesor. Mientras ingresa
comandos con desesperación, toma conciencia de que el
aullido de las alarmas intenta sobreponerse a los golpes
erráticos de las explosiones, al tiempo que se oyen retumbar
compuertas que se cierran bajo control de la computadora,
que está siguiendo las pautas de protección que calcula su
programa de emergencias un módulo de inteligencia
artificial en base a los daños que se van produciendo.
Rostán anula de inmediato el código de "transparencia" que
ha instalado para evitar que Macarti lo localice e informa a
la computadora cuál es su posición, dato imprescindible para
que el programa de seguridad lo tenga en cuenta en caso de
descompresiones o fallos de potencia. Luego, transpirado y
cargado de nerviosidad, se lanza a juntar todo lo que puede:
mempacks, tarjetas de circuito con unas llamativas
modificaciones y hojas y más hojas de listado que todavía no
tuvo tiempo de revisar. Cuando el hueco de sus brazos ya no
da abasto para sostener más cosas envuelve todo en su camisa
y sale corriendo de ese infierno. A medida que traspasa
compuertas la computadora las va cerrando, mientras abre
cuando puede las que todavía obstruyen el paso al
profesor, procurando detener su agresión alocada.
Rostán corre a toda velocidad hasta que llega a sus
habitaciones bañado en sudor y con la respiración
entrecortada. Cuando el panel se cierra se lanza a la
pantalla, accediendo al esquema de situación de la
computadora. No es necesario estudiar demasiado las
quebraduras en amarillo furioso para darse cuenta de que el
profesor continúa con su destrucción que quizás ya no
puede detener, ya que su cuerpo sirve de testigo directo:
el piso y las paredes vibran a intervalos irregulares
transmitiendo el sonido de las explosiones. La estructura
gime.
Rostán teme por la estación. Parece poco probable que
un gigante inmenso como ese, con un poder enorme de
computación y capacidad energética suficiente para alimentar
un par de ciudades pueda ser destruido por explosivos
químicos, pero en el entorno hostil del espacio los
parámetros cambian: un ingenio que estuvo abandonado durante
años, con quién sabe cuántos subsistemas fuera de uso, ha de
tener una probabilidad alta de sufrir colapsos
impredecibles. Rostán siente una presión que le sube desde
el estómago y se da cuenta de que corren lágrimas por su
cara. Aprieta las teclas de su consola con desesperación,
pidiendo acceso al sistema general de sonido.
¡Profesor! grita a través de miles de kilovatios.
¡Profesor, por favor, nos vamos a convertir en polvo!...
¡Pare eso; párelo si puede, por favor!
Como respuesta sólo hay más y más sacudidas, hasta que
una de las explosiones resulta de tal poder que por un
instante fallan los sistemas de gravedad. Rostán trastabilla
mareado; las paredes parecen girar, el piso se sacude, las
luces parpadean. Invierte el sistema de sonido con una nueva
intervención en su consola y espera con la respiración
cortada. El corazón se le está rompiendo contra las
costillas. La estación parece caer en un colapso total: la
gravedad se desplaza hacia un costado y Rostán cae
despatarrado contra una pared. Las luces se reducen hasta
quedar convertidas en puntos rojizos. El sistema de sonido
transmite un grito doloroso de alta frecuencia. El piso
tiembla.
Rostán, a pesar de creer poco o nada, empieza a rezar.
En su mente se disparan escenas alocadas: ve a la
estación que se hincha como un globo y luego se disgrega,
sin estallar, en una esfera de polvo; como atacada por algún
mecanismo desintegrador misterioso. Por instantes la nube
toma una forma demoníaca la cara cornuda de un diablo y
después se metamorfosea en el rostro del profesor; una
imagen congelada en una expresión horrorosa de dolor: las
mandíbulas abiertas hasta desencajarse, los ojos
desorbitados y llorosos, la frente surcada de arrugas
profundas, el pelo desordenado y flotante. Rostán, torturado
por unas vibraciones agudas de frecuencia atroz que le
llegan hasta el cerebro a través de los huesos, se siente
caer en un aturdimiento vertiginoso. La estación se sacude
descontroladamente; vive sus últimos momentos. Rostán
observa su propia muerte: se ve en el vacío, danzando un
vals macabro mientras los líquidos internos hinchan su
cuerpo hasta convertirlo en una monstruosidad y luego
empiezan a brotar por todos los orificios externos. En un
momento ve a su madre sosteniéndolo en brazos, susurrando
una canción en un tono muy bajo y dulce; siente su primer
orgasmo, el dolor de su primer desengaño amoroso, la emoción
de ver a sus hijos por primera vez; esas tiernas copias
reducidas de sí mismo. Después se ve entre brumas, apretando
los dientes con el rostro contraído de dolor: su padre acaba
de morir silenciosamente, rodeado por su familia tan amada.
Le parece ver, como en aquel momento, un universo de ideas,
pensamientos, recuerdos y emociones que ondula y se encierra
lentamente sobre sí mismo, disparándose hacia alguna
eternidad. Mientras traga el dolor, ve la carita de su hijo
mayor semitapada por la mamadera, los ojos clavados en él
con esa mezcla de inocencia, amor, agradecimiento e
incomprensión y se sorprende: le parece tan, tan pequeño,
tan frágil, tan expuesto... Luego nota que el bebé es a la
vez su hijo y él mismo, y también es todos los hijos y todos
los hombres y mujeres que los engendraron; la raza humana,
la pobre, dolorida y necia raza humana. Rostán pierde el
hilo de su propio delirio y va cayendo en la negrura, en la
inconsciencia total, mientras sus neuronas disparan
alocadamente imágenes grises y sensaciones algodonosas. Nace
de nuevo. Ama, llora, ríe, sufre. Entiende. No entiende.
De pronto un aguijón:
¡Rostán!... retumba la voz del profesor,
distorsionada por la carga de tensión y locura que lleva
encima y un sistema de sonido que no funciona bien del
todo. ¡Rostán, desgraciado... hijo de mil putas, LO VOY A
MATAR!
El grito del profesor reverbera en las paredes. Un
momento después las explosiones se detienen. Un silencio que
parece extraño cae sobre la estación. Las luces se
encienden.
Rostán se pasa la mano por la cara empapada, vomita y
después se incorpora lentamente. Siente una risa histérica
que despacio, muy despacio, va subiendo desde su pecho. Sin
poder controlarse, ríe y solloza al mismo tiempo, recostado
contra el panel, mientras un silencio maravilloso, casi
sobrenatural, se estrella contra las paredes.
DOS
Y de nuevo me hundí en el oscuro espacio;
por última vez, para siempre.
Ryunosuke Akutagawa
¿Qué cree que pasó, General?
Deninne ignora la pregunta. Se mira las manos de dedos
finos, delicados, y el reflejo de la pantalla en las uñas
largas y lustrosas. Siente que su cuerpo vibra por un
instante, sacudido por emociones que no puede contener.
Cruza los brazos y aprieta sus pechos menudos, tratando de
sostener el dolor que empuja hacia afuera. En la pantalla
hay un circulito menos: el transponedor global de una nave
que ya no está en ninguna parte. Piensa en él; en ella.
¿Cómo moriste navegante; hombre o mujer? Mira a su auxiliar
con los ojos brillosos. Está esperando.
No estoy seguro la voz le sale grave, rígida por el
esfuerzo de retener el dolor: recién toma conciencia de que
está en fase M. Creo que hubo algún error. De cualquier
modo ya no hay nada que hacer: ha desaparecido.
Su ayudante asiente en silencio. Tiene lágrimas en los
ojos.
General, creo que necesita soltarse se acerca
impulsivamente y le apoya la mano en la nuca, aplicando unos
suaves masajes. Llore; el dolor encerrado no es bueno...
Deninne se tapa la cara con ambas manos. No, no hay
nada que hacer. Hay momentos en que tanto palabras como
silencio se convierten en cosas sin sentido; hay momentos en
que las lágrimas tienen más poder que los Imperios.
Asiente débilmente y empieza a derramar todo; todo.
Quiénes aman la noche no aman noches como esta.
Los cielos airados aterran a los nómadas de la oscuridad
y a sus cavernas los reducen.
¡Oh, tt tt tt tt tt tt! ¡Que el cielo te guarde
de huracanes, estrellas nefastas y maleficios.
William Shakespeare
Uno.
Fueron varios días de delirio. Encerrado en un entorno de
pocos metros cuadrados, Rostán casi se vuelve loco de
desesperación. La estación ha adquirido una personalidad
decrépita: las luces funcionan de a ratos, el aire tiene
olor a aceite quemado, los tomas de la computadora no
responden, las compuertas permanecen clavadas en su lugar,
imposibles de accionar a mano, el sistema de sonido
transmite un zumbido ronco, espantosamente monótono.
Cuando la catástrofe cedió, Rostán quedó conmocionado.
Luego de varias horas de sueño compulsivo empezó a merodear
como un animal salvaje por las cuatro habitaciones que
configuran su encierro. Empezó a sentirse mal después de
incontables horas de recorrer maniáticamente con sus manos
cada milímetro de paredes, piso y techo. Casi desmayado por
la falta de alimentos, se detuvo asustado: le ardían los
dedos, los músculos gritaban dolor, tenía los ojos tan
hinchados que casi no los podía abrir. Cuando consultó su
reloj descubrió aterrado que había pasado dos días así. Se
tiró en la cama lleno de horror; se daba cuenta de que había
perdido el control, que había estado jugueteando en las
fronteras de la locura total.
Esa misma noche, algo recuperado y sintiéndose un poco
mejor, tuvo acceso a la computadora por un par de minutos.
Lo primero que hizo fue abrirse camino hacia uno de los
cuartos de alimentos. Otra cosa que pudo obtener antes de
que la máquina empezara a tartamudear, llenando la pantalla
con dibujitos azarosos, fue un mensaje reciente de la
Tierra.
No decía mucho, simplemente que un grupo de los
sismogramas que les había transmitido mostraba elementos
extraños que podían ser interesantes y una reiteración del
pedido de que les enviase más datos; pero igual le causó un
cierto alivio: la Tierra seguía allá a la distancia,
preocupándose por lo que pasaba en la estación.
¿Sabrían algo de lo que había sucedido? ¿Estaría
previsto en los programas de emergencia que luego de un
accidente nadie pudiese acceder a la radio para informar?
¿Se informaría entonces automáticamente, en caso de
desastre? Rostán temía que la Tierra no estuviese enterada
de su situación; era el peor, el más terrible de sus miedos.
Rostán se despierta en la mitad de la noche del quinto
día con el horror enroscado en su garganta. Escucha el canto
sostenido del sistema de audio con los pelos endurecidos por
una sensación espantosa. El tono es monótono como siempre,
la frecuencia es la misma, el volumen no ha cambiado.
¿Qué es lo que escuchó? ¿O fue sólo un sueño?
Aguza todos sus sentidos, esperando que el espanto
venga a golpear nuevamente las paredes de su celda. Algo
oyó, está seguro. Algo lo despertó. Algo que se escapó
mientras braceaba desesperado para emerger de las aguas
gelatinosas del sueño. Un sonido, una voz, un cántico de
dolor, un recuerdo resbaladizo que se desliza por alrededor
de su conciencia sin que pueda aprehenderlo, como cuando se
intenta agarrar un jabón baboso del fondo de la bañera.
No es la primera vez que le pasa. El sistema de sonido
transmite erráticamente, cuando menos se lo espera, trozos
de música, noticieros o simplemente ruidos azarosos; en
algunas ocasiones sólo son fracciones de segundo, en otras
la falla se mantiene durante varios minutos. Rostán casi
nunca se sobresalta, pero esta vez no se trata de un cambio
errático, está seguro; tiene la sensación de que alguien le
habló mientras dormía, como si procurase hipnotizarlo por
medio de sugestión nocturna. ¿El profesor?
Las teclas del intercomunicador están inactivas como
siempre. Rostán las golpea impaciente con el índice, una
tras otra, como si la insistencia pudiese destrabar algún
circuito recalcitrante que le impide la comunicación. Luego
de unos segundos se detiene: le duele el dedo de tanto
presionar. Las teclas están un poco más hundidas que lo
normal, como si hubiese logrado vencer los muelles de
retorno: un indicador mudo que le muestra hasta que punto
está trastornado. Recuerda que a veces se ha pasado horas
frenéticas apretando esos botones. La locura merodea. Y está
cerca.
Agotado, se tira en la cama y hace, por enésima vez, un
recuento de las circunstancias. La situación es terrible:
por más que le da vueltas y más vueltas en la cabeza no
encuentra ninguna posibilidad de escapar. Todo depende del
mundo externo: de la computadora si se recupera, de la
Tierra si saben lo que está pasando ahí ...o del
profesor, aunque es una posibilidad remota, si no imposible.
De cualquier modo Rostán está seguro de que con el
transcurso de los días habrá una reacción de la Tierra, ya
que la indisposición de la computadora finalmente los va a
alertar, aunque el profesor intente simular informes
normales. Así y todo su situación no es envidiable: la
estación está en crisis, es imposible saber cuánto tiempo
seguirá en ese estado de deterioro, y aún más: existe la
posibilidad de que los daños no sean autorreparables. El
profesor es una incógnita: ¿está encerrado o merodea en
libertad por esa ruina? ¿Qué piensa hacer con él? ¿Matarlo?
No se olvida que esa fue su última amenaza: que lo iba a
matar.
¿Y la estrella? Rostán cierra los ojos e intenta traer
otra cosa a su memoria. Niños, playas, risas, escenas de
amor, campos llenos de flores. No quiere pensar en esa cosa.
No quiere recordar esa monstruosidad.
Rostán susurra el sistema de sonido. Rostán...
Es una voz casi imperceptible.
Rostán se levanta aterrorizado. Junto a la voz tenue
del profesor resuena una vibración grave en el exterior de
su cuarto. La puerta se sacude levemente, abriéndose con
lentitud. Algo está entrando en la habitación, algo que
repta y se arrastra y emite un sonido líquido. Rostán grita.
Rostán repite la voz en el intercomunicador.
Rostán... ¿me oye?
Sintiendo que el cuarto gira alrededor de él, hace un
esfuerzo supremo por recuperarse. Tranquilo, se dice con voz
temblorosa, sólo es agua. AGUA.
Mueve los pies en la penumbra del cuarto. Se oye un
chapoteo y el frío lo aborda por el costado de sus zapatos.
Es agua. Sólo agua.
Con una risa histérica burbujeando en la garganta,
Rostán se asoma al exterior. El profesor abrió la compuerta,
es evidente. Ve el trozo de pasillo que reapareció atrás de
ella cubierto por cinco centímetros de agua oscura mezclada
con arena y restos de vegetación semipodrida. Hay un olor
ácido, penetrante: descomposición vegetal. Deterioro.
Rostán empieza a avanzar por el corredor como un
sonámbulo. La voz del profesor sigue brotando por cada uno
de los aparatos, persiguiéndolo metro a metro en su
recorrido. Rostán. Rostán. ¿Me oye? Rostán camina como un
fantasma. Rostán. ¿Me oye?
LLega al final del pasillo. Enfrente de él y a los
lados hay sendas compuertas clausuradas. Mientras duda,
tratando de decidir si va a volverse atrás, la compuerta de
la derecha se abre con un retumbo subsónico. Una catarata de
agua mohosa y maloliente cae sobre las rodillas de Rostán,
que trastabilla sorprendido.
Cuando el nivel se iguala, el agua vuelve a cubrir sólo
sus zapatos. Rostán chapalea en dirección al nuevo camino,
enredándose de tanto en tanto en unas tiras vegetales que
alguna vez han sido ramas de helecho. El olor es
insoportable.
Venga Rostán susurra el profesor por los
parlantes. Siga por aquí. Por aquí.
Al abrirse la segunda compuerta ya no entra agua.
Rostán pasa a una zona de la estación que aparece en mejor
estado: la luz es brillante, el aire parece estar más claro,
el sistema de sonido no chilla. Sigue avanzando, guiado por
las puertas que se abren, como un cobayo en un laberinto.
Llega hasta un paso de servicio entre la zona
habitacional y los laboratorios. A diferencia de las
compuertas que vino atravesando, esta es una abertura tipo
escotilla de submarino: está recortada en la pared a unos
veinte centímetros del suelo, tiene forma redondeada y se
abre manualmente. La luz de paso está verde.
Siga Rostán susurra el profesor. Por favor.
Rostán duda.
Rostán, no tenga miedo. Necesito su ayuda la voz
del profesor trasluce una tranquilidad que le suena
desconocida. El conoce a otro Macarti: un hombre
trastornado, inseguro. Este parece un nuevo ser; un intruso.
El pestillo cede fácilmente, la puerta gira con
suavidad. Rostán pasa a un laboratorio secundario, notando
de inmediato que se encuentra en una zona de la estación que
se ha salvado de los estragos: el ambiente está seco y las
luces brillan; las paredes están cubiertas de pizarrones y a
todo alrededor hay unas mesas largas, vacías y llenas de
polvo, evidentemente fuera de uso. El profesor no está ahí,
pero le sigue hablando por los intercomunicadores:
El cuarto de la derecha es suyo. Ahí encontrará ropa
seca y alimentos. Está increíblemente amable y lúcido.
Descanse Rostán. Mañana hablaremos...
Rostán empuja la puerta con ansiedad. El cuartito es
casi una copia de su viejo refugio, aunque está mejor
provisto: hay una biblioteca con una buena cantidad de
libros, un escritorio pequeño y un televisor. El piso está
alfombrado.
Rostán entra tropezando y cae en la cama como un
muñeco. Necesita descansar, dormir... Está destrozado.
Se duerme instantáneamente.
Cuando vuelve de las brumas lo primero que ve es la
cara del profesor. A diferencia de lo que esperaba, Macarti
no se ve saludable: está ojeroso, tiene el rostro macilento,
los cabellos desgreñados y un par de cicatrices violáceas
que le cruzan la sien y la mejilla derecha. Del lado opuesto
de la cara aparece un hematoma verdoso que le cubre parte
del ojo izquierdo y el nacimiento de la nariz. A pesar de
todo, sonríe.
Buen día Rostán.
Al oír el sonido de la voz recién se da cuenta de que
lo que está mirando no es al profesor en persona, sino la
pantalla del televisor que está enfrente a su cama. Se
incorpora y se frota la frente con las dos manos.
Buen día, ¿cómo está usted? el saludo le parece
estúpido... la situación le parece estúpida, irreal. Sacude
la cabeza: No entiendo... ¿Qué es lo que le pasó? Creí que
el agredido había sido yo.
El profesor asiente.
No se preocupe Rostán, ahora estoy bien. Pero afuera
las cosas anduvieron peor que por acá. La estación no estaba
preparada para un colapso gravitatorio... Por lo menos no la
parte exterior: el lago y las playas.
Rostán comprende. Se imagina rocas, arena, agua y
árboles lloviendo sobre la cabeza de Macarti. Quizás lo
extraño es que esté vivo; debe haber tenido muchísima
suerte.
Salta de la cama y se asoma a la puerta. No hay nadie.
Vuelve a la habitación y descubre una bandeja enorme sobre
la mesita: un desayuno muy bien servido.
Doctor, creí que había decidido terminar con los
juegos de escondidas. Es hora de que hablemos en serio.
Macarti lo mira inexpresivamente. No contesta.
Un poco molesto, se sienta a desayunar. Come con
lentitud, observando la imagen del profesor. ¿Lo estará
mirando por alguna cámara oculta? No se ve nada parecido a
un objetivo. Luego recuerda que el profesor lo saludó en
cuanto abrió los ojos, como si hubiese estado observándolo.
Trata de recordar si al despertarse hizo algún ruido. No lo
puede asegurar, pero le parece que no; de modo que debe
estar viéndolo. Se levanta despacio y se acerca al
televisor, pero al mover la tecla de encendido todo sigue
igual. El profesor cambia de posición y le vuelve a hablar:
No lo va a poder apagar; lo controlo desde aquí.
Es su confirmación: está vigilado.
Muy bien Macarti, veo que las cosas no han cambiado
tanto. ¿Qué piensa hacer conmigo? ¿Algún experimento?
Mire, en realidad hubiese preferido dejarlo en su
habitación... al fin y al cabo es la que usted mismo eligió
para encerrarse, pero lo necesito. Por eso lo traje aquí.
Sí, me parece que ya me lo había dicho; pero no creo
que me interese colaborar con usted a través de un enlace de
video. ¿Qué quiere que haga? ¿Un teatro de títeres?
El profesor sonríe levemente.
Me agrada que no haya perdido el sentido del humor.
Este lugar es bastante destructivo para los nervios y creí
que ya había destrozado los suyos. Pero veo que se sabe
recuperar. Es una suerte; de verdad.
Gracias doctor. Y ahora...
Sí, es el momento de hablar de su trabajo.
Todavía no dije que aceptaré hacerlo.
¿Qué pensaría si le digo que todo, todo lo que
registré de FSN 717 en los últimos tiempos está en peligro
de perderse para siempre? ¿No le interesa rescatar la
información? Creí que la Tierra tenía un interés muy
fuerte...
Sí, doctor, lo tienen. Pero no creo en lo que me
dice; ¿que la información se...?
Sí, Rostán. Cuando usted se metió en mi laboratorio
yo me había llevado un juego de mempacks que pensaba dejar a
salvo en la playa. Pero la marea arrastró todo; se llevó el
cajón hasta el medio del lago... ¿Sabe nadar, Rostán? Voy a
pedirle que lo rescate. Si lo hace lo dejaré en libertad
para llamar a la Tierra y terminar su trabajo. El mío ya
está terminado; sólo necesito esa información.
Rostán se queda meditando las palabras de Macarti. La
cosa parece simple, pero su profesión le ha enseñado a
sospechar de las cosas simples. Decide simular que
colaborará; por el momento le conviene eso: observar al
profesor y no contrariarlo... Y actuar según se vayan
presentando las circunstancias.
De acuerdo contesta con tranquilidad; lo voy a
ayudar. Pero antes me gustaría saber qué es lo que...
Se interrumpe. La imagen del televisor empieza a
oscurecerse, mientras Macarti asiente en silencio. Lo único
que le interesaba era la respuesta; su sí.
Rostán se queda pensativo, masticando el desayuno en
medio del silencio de su nuevo paraíso. Después de meditarlo
intensamente, llega a la conclusión de que el profesor bien
podría estar preparándole una trampa. Es lógico: la mejor
forma de librarse de él es matarlo en medio del lago y
simular un accidente. Hasta es posible que haya arreglado
los destrozos para hacerlos parecer accidentales. Un plan
digno de su inteligencia.
Rostán dedica la máxima capacidad de su mente a
estudiar cómo zafarse. No se debe engañar; el cambio en su
situación es leve: ahora está más cómodo, sí, pero sigue
atrapado; incluso las cosas pintan mucho peor ahora que sabe
que el profesor domina la computadora. Es poco, muy poco lo
que puede hacer para librarse: estar atento, esperar que la
Tierra sospeche y aguantar vivo hasta que lo rescaten. No es
mucho ni es satisfactorio, pero es lo único que le queda:
esperar. Esperar.
Cuando termina el desayuno se siente más animado. Se
levanta y explora el laboratorio. La escotilla que atravesó
para entrar está ahora con la luz roja: el profesor le cerró
el retorno. Los muebles están vacíos y llenos de polvo, como
si no se los hubiese usado nunca. Al lado del cuartito hay
un baño pequeño. Rostán entra y se lava la cara y los
dientes. Mientras los está enjuagando oye una compuerta que
se corre.
Sale y se encuentra frente a frente con el profesor.
Está vestido con un equipo flamante de gimnasia, botas de
escalar y una ridícula gorra de visera de color naranja
furioso. Sobre su hombro derecho sobresale un tubo negro de
aspecto macizo: un rifle láser pesado. Tiene el brazo
izquierdo colgando de una faja de tela, y a juzgar por lo
abultado del vendaje se lo ha entablillado. En la mano
derecha lleva una pistola láser.
Parece listo para una guerra interestelar.
Macarti da un paso adelante, apuntándolo con su arma, y
Rostán retrocede instintivamente.
No voy a usarlas afirma el profesor, y luego se
repite, como si él mismo necesitara convencerse: No pienso
usar estas armas, Rostán. Sólo las tengo como prevención: me
concederá que tengo derecho a desconfiar de usted.
Rostán no contesta. Se siente dolorido; en cierta forma
el profesor tiene razón: desde un primer momento la
operación se montó en base al engaño y la mentira. Si
hubiese sido por él...
Pero es inútil revisar lo sucedido. Rostán se concentra
en el presente: hay una situación riesgosa por superar que
requiere un máximo de atención. Decide centrarse en la
supervivencia.
¿Vamos a hacerlo ahora? Rostán teme que la
respuesta sea afirmativa y por eso ensaya una defensa
anticipada: Primero me gustaría ver cómo quedaron las
cosas por ahí afuera; me imagino que el paisaje debe estar
cambiado, ¿no profesor?
Macarti asiente. Sí, es un revoltijo. Quiero que
venga y se ubique un poco; después discutiremos cuándo
saldrá a buscar el cajón. Por ahora sería bueno tener su
opinión y sus sugerencias, ¿de acuerdo?
Mientras Rostán medita, la compuerta a espaldas del
profesor se desliza con lentitud. Macarti se hace a un lado
y le señala el camino, dando por descontado que la respuesta
es afirmativa. Rostán no pierde el tiempo: se acomoda un
poco la ropa y sale al pasillo, seguido por el profesor unos
pasos más atrás. Antes de recorrer la mitad del corredor ve
que la siguiente puerta se descorre.
Es un ratón; un ratón en un laberinto.
¿Qué mano inmortal, qué ojo
pudo idear tu terrible simetría?
¿En que profundidades distantes, en qué cielos
ardió el fuego de tus ojos?
¿En qué alas osó elevarse?
¿Qué mano osó tomar ese fuego?
Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas
y bañaron los cielos con sus lágrimas
¿sonrió al ver su obra?
William Blake
Dos.
Es de noche; Rostán no puede dormir.
Las imágenes de la destrucción y el caos flotan
alrededor de él, adhiriéndose a su retina cada vez que
intenta dormir, casi dolorosamente. Pasa horas en silencio,
tratando de distender los músculos, buscando el descanso que
necesitará mañana cuando se enfrente con esa locura. Ante
él, en la oscuridad del cuarto, se desliza lentamente un
telón de horrores: la nueva topografía de la estación, la
geografía demente que Macarti ha gestado con su violencia.
Se estremece.
El recuerdo es doloroso. Rostán lo empuja hacia afuera,
tratando de liberarse de él, pero es imposible; está
aferrado con garras de horror, es una cosa viva que
gesticula y se debate en silencio dentro de una trampa
invulnerable: la telaraña acerada del miedo. Del horror.
Rostán esperaba destrucción, pero destrucción es una
amalgama de caos y violencia sumados al esqueleto de lo que
fue; destrucción es quebrar y luego desparramar las piezas
del rompecabezas como un niño caprichoso; la destrucción es
algo terrible, doloroso, cruel; pero es un resultado de
fuerzas físicas, algo palpable, comprensible. Y no debería
ser capaz de enloquecer.
El lago y las playas estaban...
El recorrido fue alucinante. El profesor,
precavidamente, se mantenía a dos pasos atrás, con su arma
siempre lista apuntándole la nuca. Si hubiese caminado a su
lado tal vez las impresiones se habrían suavizado, hubiese
podido prever algo en algún gesto de su carcelero; un
fruncimiento de cejas, una mirada, la contracción
involuntaria de los labios, un temblor... Pero hasta ese
beneficio le había sido negado: se había tenido que dar de
cabeza contra lo inesperado. Contra ese espectro de la
catástrofe.
El primer tramo no trajo sorpresas. Pero a medida que
avanzaban iban penetrando cada vez más en una jungla de
mamparas retorcidas, pisos convertidos en rampas quebradas y
techos rasgados en jirones colgando como intestinos de un
ser sobrenatural. El metal brillaba en cada herida, dándole
un tinte malévolo a esos despojos de tecnología.
Avanzaron con precaución. Lo que fuera un pasillo se
había convertido en una madriguera retorcida, un universo de
gusanos oscuro y siniestro por donde debían moverse con
habilidad de espeleólogos, cuidándose de los filos
hambrientos y las trampas mutiladoras. El agua y la arena y
los restos de vegetación complicaban todavía más la cosa. La
atmósfera era opaca, corrupta; un vapor amarillento
entorpecía la propagación de los haces de la linterna,
colaborando con las proyecciones dentadas en la creación de
una coreografía enloquecedora de fantasmas sombríos. Y era
un aire casi irrespirable, impregnado de gases de
descomposición y el olor químico de los explosivos, que
mantenían su firma estampada en la atmósfera como si las
torceduras, desgarraduras y múltiples heridas del metal no
fueran un testimonio convincente del poder furioso que
habían descargado.
Al reflejo de la linterna, el profesor parecía
empequeñecido y grisáceo. La gorra de visera era un capricho
tecnológico que resplandecía como un faro naranja sobre sus
facciones de gnomo torturado. Rostán lo observaba y no podía
completar su miedo; el profesor era peligroso, temible en su
locura (caminaba en ese momento rodeado por los testigos
mudos de su peligrosidad), pero Rostán no podía temerlo en
toda la dimensión que correspondía: junto al miedo brotaba
la compasión; le parecía ver una imagen superpuesta a la del
carcelero armado: un animal asustado, apaleado; una rata
herida y muerta de miedo arrastrándose en silencio entre la
inmundicia. Era otra víctima; una víctima más de ese
monstruo de entrañas metálicas.
Cuando se acercaban al linde exterior, los restos
dejaron de ser partes de una pared, un techo o un piso: no
eran más que jirones envueltos en una madeja surrealista. El
fulgor de esa estrella maligna entraba por entre los restos,
dibujando dedos luminosos en el vapor.
¡Tenga cuidado! le dijo el profesor en un arranque
cuando cruzaron por encima de la pasa de uva gigante en que
se había convertido el metal de la compuerta. Camine con
mucho cuidado.
Rostán no necesitaba la advertencia. Se movió con
precaución, encandilado por la luz solar que daba de lleno
sobre un costado del amasijo metálico. Cuando su cabeza
sobrepasó la parte superior, no llegó a ver nada del lago y
las playas: su corazón se detuvo un instante atenazado por
el horror, exhaló un grito sofocado y se soltó bruscamente.
Rodó por el promontorio de hierro fundido y cayó
dolorosamente en un charco de agua podrida. Una sensación
extraña se deslizó como un cosquilleo por su pierna.
Mientras bajaba la mano instintivamente para palparse, le
llegó el mensaje de sus terminaciones sensitivas: dolor; un
dolor frío que lo llenó de nauseas. Levantó la mano y la vio
húmeda y oscura. Sangre. Su sangre.
El profesor estaba gritando.
Dominando las contracciones de su estómago, se levanto
con lentitud. El dolor cambió de tonalidad y se localizó: la
pantorrilla derecha. Sintió un líquido caliente que se
deslizaba sobre su piel húmeda, enfriada por el agua. Tenía
el estómago convertido en un nudo.
En un instante su entrenamiento se hizo dueño de la
situación: se sacó rápidamente el cinturón y lo colocó dando
dos vueltas sobre el muslo. Apretó la cinta plástica
retorciéndola con firmeza sobre el músculo dolorido. El
flujo caliente cedió, mientras el dolor correteaba
hormigueante por toda su pierna. Se sintió desvanecer.
Déjeme ver gritaba el profesor con la casaca del
equipo de gimnasia en la mano. ¡Déjeme ver! sin darse
cuenta de que en su apresuramiento lo estaba empujando otra
vez al suelo.
Rostán intentó mantenerse erguido, pero cuando vio que
perdería irremediablemente el equilibrio se corrió a un
costado, esquivando el saliente que lo había herido; una
punta filosa del tamaño de su pulgar.
Se desplomó, mientras el profesor vociferaba agachado
al lado de él. Sintió entre brumas que Macarti desgarraba su
pantalón y le echaba un líquido helado en la herida.
Sostenga el torniquete estaba diciendo. Rostán
quiso contestar, pero le salió un gesto parecido a un
bostezo. No se preocupe, en unos minutos los vasos se
contraerán y la herida empezará a cerrarse. La voz del
profesor había adquirido un matiz profesional, lleno de
calma. Se tranquilizó.
Cerró los ojos y soñó por instantes con duendes de
hierro que le comían las piernas silenciosamente. No sentía
dolor, sino una sensación fría, helada, que se le deslizaba
por la piel. Alguien lo estaba sacudiendo.
¡Rostán, Rostán! La cara del profesor apareció ante
sus ojos, más ratonil que nunca, y los duendes se
desvanecieron con un tintineo musical. ¿Está bien?
¡Rostán!
Se frotó la cara, tratando de ahuyentar las imágenes
que lo asaltaban. El profesor seguía preguntando. Lo
interrumpió:
Estoy bien. Gracias.
¿Qué le pasó? ¿Por qué saltó así? ¿Está loco?
Rostán no sabía qué decir: tal vez lo estuviera.
Recordó con un estremecimiento esas cosas horrendas que lo
habían asustado. No estaba seguro, pero...
Doctor, esas cosas... no sabía qué debía decir, no
sabía qué decir . Doctor...
Sí, ya sé que todo quedó muy trastocado, pero no es
para tanto. El lago se...
-No vi el lago; no vi nada. Sólo esos seres
espeluznantes que...
La cara del profesor era una máscara retorcida, sus
facciones estaban remarcadas por la luz solar que le daba de
costado. Fruncía los labios en un gesto incomprensible. De
pronto se dio una palmada en la frente y comenzó a reir
histéricamente. Rostán se asustó.
¡La puta que lo parió! gritó entre carcajadas. De
un salto empezó a trepar por los restos de la compuerta.
¡La reputa madre que lo parió!
Rostán esperó temblando a que el profesor se encontrara
con aquello. El dolor le subía rítmicamente por los nervios,
aunque había disminuido mucho, seguramente por efecto del
producto que Macarti le había vaporizado en la herida. El
estómago se le había distendido. Cerró los ojos.
¿Se refiere a esto?
La voz de Macarti al lado de su oído lo sobresaltó.
Levantó los párpados y los volvió a cerrar de inmediato. Esa
cosa. Pero antes de abrirlos de nuevo terminó de procesar la
imagen y empezó a comprender.
No supo si reir o llorar.
El profesor mostraba una gran sonrisa luminosa, que
casi borraba la rata de sus facciones. Entre ambas manos
sostenía una criatura fantástica, justamente una de esas
cosas horrendas que lo habían asustado allá arriba. Estaba
quieta, congelada en medio de un gesto inhumano de sus
miembros deformes.
Rostán pensó que la había visto moverse, pero no: esa
cosa nunca se había movido. Era una escultura. Una escultura
de hueso.
Son mis totems dijo el profesor en medio de su gran
despliegue de dientes. Totems.
¿Me permite? Rostán sentía un deseo extraño, casi
enfermizo, de tocar el engendro.
Sí, por supuesto.
El profesor alargó el brazo y le entregó su tesoro.
Rostán observó la cosa con cuidado.
Las dotes artísticas del profesor se habían manifestado
esta vez en una escultura alucinante, una representación tan
perfecta de un monstruo de pesadilla que Rostán la sostenía
como si en cualquier momento fuera a retorcerse y clavarle
esas garras espantosas. Con una estatuilla como esa el
profesor podría obtener una fortuna de los coleccionistas de
rarezas artísticas. Y tenía todo un ejército; un ejército de
fantasmas custodiando la puerta violentada de la estación.
Sin darse cuenta, Rostán se quedó pensativo, mientras
daba vueltas y más vueltas a la escultura entre sus manos.
Estaban sucediendo demasiadas cosas; su mente necesitaba un
descanso.
¿Qué le parece? El profesor había perdido su
sonrisa y extendía las manos ávidas hacia su criatura, como
protegiéndola del manoseo que sufría gratuitamente. ¿Le
gusta?
Es impresionante.
Estuvieron mudos durante un largo rato. El profesor
espectante y Rostán meditabundo, estudiando sin demasiada
atención ese montón de huesos pegados en forma de pesadilla.
El profesor estaba loco. Más loco de lo que se pudiera creer
por momentos. Era un peligro.
Luego de pensar miles de formas de escapar, Rostán se
dio por vencido y le extendió la cosa al profesor, que la
sostuvo con delicadeza, como si acunara a un bebé. No podía
hacer nada. No había salida.
Impresionante repitió Rostán, incorporándose.
Se movió con cautela. Inspeccionó la herida, observando
que no era tan grande como había supuesto y que además
estaba cerrada. El dolor se había convertido en un tirón.
Dio un paso y comprobó que dominaba la pierna sin problemas.
El líquido reconstituyente era bueno de verdad. Empezó a
trepar.
Sobre la uva arrugada de acero había un semicírculo de
monstruos de mirada vacía y cuerpos deformes: todo el
carnaval de horrores que la mente del profesor había
materializado a través de sus dedos hábiles y las horas de
soledad; un batallón de centinelas sobrenaturales de huesos
y adhesivo; sus "totems", modelados por la demencia, que
cuidaban la entrada de su mundo solitario, como si el
profesor quisiera alejar a todos los Rostán del mundo
enfrentándolos con su propia locura, con esos hijos del
delirio que sólo él podía gestar. Eso lo había asustado. La
locura.
Mientras el profesor acomodaba el centinela en su
lugar, Rostán dio un primer vistazo a lo que quedaba del
área de recreación. Tuvo que ponerse en cuclillas y apoyar
ambas manos para no trastabillar y volver a caer. El lago y
sus alrededores habían desaparecido como tales, el paisaje
era un amasijo de formas que ondulaban bajo la danza de unos
generadores de gravedad fuera de control. El agua no formaba
una superficie plana como mandan el sentido común y las
leyes de la naturaleza. Estaba a un costado, trepando
decenas de metros por las mamparas de plástico, una babosa
ciclópea que ondulaba y emitía excrecencias con un ritmo
pausado y majestuoso, como si esa superficie torturada fuera
un estómago gigantesco que estuviese devorando la estación.
Rostán se tapó los ojos y respiró profundamente,
tratando de reacomodar su sentido del equilibrio. El
profesor resoplaba a su lado.
Cuando volvió a mirar volvió a sentir la náusea. El
agua ondulaba, la arena y el amasijo de plantas y rocas se
extendía caóticamente en islotes errantes dentro de la misma
agua o desparramados como frutas reventadas entre las vigas
de la estructura de la estación. Los generadores de gravedad
estaban haciendo estragos. Las rocas rodaban y se deslizaban
una contra otra, masticando entre sus superficies ásperas
los troncos de los árboles y la pulpa vegetal. Un rumor
sordo, subsónico, se transmitía por el piso, penetrando por
los huesos hasta el cerebro. Lo que fuera un lugar
paradisíaco se había convertido en un infierno, en una
criatura cuasi viva que enloquecía los sentidos. Rostán se
sintió desfallecer.
¿Y usted quiere que vaya ahí?
El profesor lo miró con ojos enfebrecidos. Si no iba lo
mataría. Eso decían.
Va a ir lo dijo pausadamente, casi para sí, con el
tono con que se da un veredicto.
Rostán asintió en silencio. No tenía nada que decir.
Miro mi cara en el espejo para saber quién soy,
para saber cómo me portaré dentro de unas horas,
cuando me enfrente con el fin.
Mi carne puede tener miedo; yo, no.
Jorge Luis Borges
Tres.
Es la madrugada. El panel luminiscente del cuartito se va
poniendo más claro, imitando el amanecer. Rostán no ha
dormido; los ojos le duelen, no puede pensar con claridad.
Cuando ve la luz que simula el día naciente cae en un estado
de desesperación sorda. Cierra los ojos y vuelve a ver ese
paisaje destruido ondulando como una oruga; los oídos
rememoran los sonidos horribles de la estación, que parecen
haberse incrementado luego de la catástrofe y han sido los
perros guardianes de su insomnio. El miedo se despereza en
sus entrañas, abriéndose como una flor acelerada ante los
rayos del sol.
Trata de pensar razonablemente. Si tiene suficiente
cuidado podrá llegar hasta el islote donde se encuentra el
cajón con los mempacks; es una posibilidad que lo
tranquiliza en cuanto empieza a afirmarse en su mente. Una
vez ahí se imagina una serie de escapatorias posibles, cada
una más osada y riesgosa que la anterior, ya que es la única
salida que le cabe: si vuelve y se los entrega al profesor
estará firmando su sentencia de muerte. Algunas ideas no son
tan alocadas: tal vez un deslizamiento por una rampa de
gravedad...
Suena el llamador. El profesor lo mira desde la
pantalla de la mesita. Está tan ojeroso como debe estarlo
él. Sonríe parcamente, señalando algo que queda fuera de la
pantalla.
¿Quiere venir a desayunar? La pregunta le sale
solemne. El profesor ha ideado un ritual para despedirse de
su víctima. Un desayuno, un último deseo.
Rostán refrena sus pensamientos paranoides.
Voy, profesor... Se incorpora y se viste con
lentitud. Enseguida estoy con usted.
Desayunan sin hablar; el arma láser en las rodillas del
profesor se interpone entre los dos tanto como la
nerviosidad. El silencio es tan espeso que Rostán llega a
percibir el rumor subsónico de afuera colándose a través de
las paredes como una visita inesperada.
Macarti come en silencio, imperturbable. Desayuna con
un muerto.
Rostán, escondiendo un maremágnum de emociones detrás
de sus músculos faciales, desarrolla posibilidades a una
velocidad de vértigo. Debe escapar. Tiene que escapar.
¿Sabe una cosa? le dice el profesor
impulsivamente, creo que en la Tierra seríamos buenos
amigos.
Rostán sonríe con amargura. Ese hombre es tan
impredecible...
¿Le parece? Trata de que no se le escape un tono
burlón. ¿Amigos?
Mire Rostán, yo sé que usted estará planeando mil
boludeces porque se piensa que lo voy a matar; pero yo no
soy así, está confundido, lo único que quiero es terminar
con este teatro e irme de acá. Le juro que ya no soporto...
Rostán tiene ganas de gritar, de golpearlo, de
agarrarlo por las solapas y estrellarle la cabeza contra la
pared. No puede más. Interrumpe irritado el parloteo del
otro.
Si tiene intenciones tan buenas, ¿por qué no me da el
arma? ¿Por qué no deja de andar con la suya como si fuera un
crucifijo? ¿Tiene miedo?
Las facciones del profesor se endurecen, se afinan, se
agrisan: la rata está de vuelta.
Sí contesta en un susurro.
Bueno, le voy a decir una cosa, y escúcheme bien: yo
también tengo miedo, mucho miedo, muchísimo miedo se
descontrola y golpea la mesa entre una palabra y otra:
¡Miedo, miedo, miedo! ¡Estoy muerto de miedo! ¡Recontra
muerto de miedo, ¿se da cuenta?!
Sí... sí.
¿Y entonces?
El profesor se encoge de hombros, toma el arma y
dando su veredicto mudo señala hacia la puerta. Rostán
sale cabizbajo y en silencio; está todo dicho, ya no hay
nada que hacer.
En el cuarto de al lado lo espera el equipo: unas botas
de alpinismo de aspecto resistente, sogas, cantimplora, ropa
gruesa, una mochila con elementos de primeros auxilios y un
walkie-talkie. Es obvio que el profesor desea que tenga
éxito.
Se viste con rapidez, sin mirar a su carcelero.
Recorren luego en silencio los pasillos de la estación y la
zona derruida. Cuando pasan entre los monstruos inmóviles,
Rostán los saluda en silencio, casi nostálgicamente. A pesar
de ser espantosos le parecen más cercanos a la vida, hasta
aceptables, en comparación con el horror que lo espera más
adelante.
A sólo dos pasos del profesor la mente de Rostán sufre
un cambio rotundo de perspectiva. Ignorando los aullidos del
instinto, que empujan hacia la defensa irritada de la
lógica, deja que el entorno penetre por sus ojos
desmesuradamente abiertos. Una vez quebrado el filtro del
miedo la realidad se vuelve un paisaje límpido, lleno de
datos que se van registrando uno junto a otro como
partículas objetivas, sin la etiqueta enturbiadora de la
emoción. Un mecanismo de supervivencia desdobla su
conciencia, manteniendo una atención intensa en los
movimientos para evitar el riesgo instantáneo del presente,
mientras un filamento acerado, filoso, se introduce con
lentitud en el futuro, analizando exploratoriamente las
posibilidades de revertir la situación, de conseguir el
escape, la libertad.
Busca el mejor camino. Esquiva con cuidado las lenguas
de caos que la gravedad fallida estira y retrae
continuamente como una ameba demente. Decidiendo que es el
mejor modo de avanzar, se aferra a una de las costillas
secundarias de la estación, una viga curva de sección doble
H que permanece razonablemente libre de obstáculos y basura,
y se desliza como un insecto por una ramita, con lentitud y
gran esfuerzo muscular, pero gozando de alguna garantía de
verse libre de sorpresas.
El extremo de su puente improvisado lo lleva a un
pequeño claro en medio de esa selva de retorcijones
geológicos, un montón de rocas que se mantienen
increíblemente estáticas, como una isla microscópica en
medio de un oleaje furioso de materia torturada. Trepándose
encima, logra ver a unos cien metros en línea recta el
extremo de la caja anaranjada que debe rescatar
sobresaliendo a un lado de una hemiesfera deforme de arena y
barro que late como un corazón moribundo. Parece alcanzable,
y hasta podría decir, sin pensarlo mucho, fácilmente
alcanzable, pero entre su observatorio ese oasis de
solidez en medio de la entropía desatada y la meta se
extiende un pantano ominoso, semivivo, que se agita errática
e imprevisiblemente bajo el capricho de los campos
gravitatorios desbocados.
Rostán se siente atornillado a esa encrucijada, incapaz
de moverse, incapaz de decidirse a quitar un pie de la
solidez. Un dolor taladrante surge desde el centro de sus
lóbulos frontales y se abre paso a través de su sien como un
cilindro de fuego que quisiera borrar la realidad de sus
retinas. Pero la realidad está ahí, no se borra ni se aleja.
Y a unos metros a su espalda, a sólo una decena de metros,
lo vigila la realidad última, la única a la que en verdad
debe considerar con toda su solidez: el arma del profesor
lista para morder su carne y llevarse todo; lo demás es pura
especulación, un caldo de posibilidades sin certeza. No le
queda remedio, tiene que enfrentarse al azar de ese universo
de locura en una apuesta de probabilidades donde siempre
cabe un resquicio para lo bueno, para la salvación.
Encara en silencio el juego del engaño. Mientras apoya
un pie en el barro está con Silvia en el aire límpido de la
montaña, sintiendo el calor de esa mano pequeña en la de él,
un sol de vida y amor que puede ayudarlo a enfrentar
horrores, una meta. La blandura del fango y la arena es la
blandura de la nieve y el miedo que lo atenaza es felicidad
compartida. El profesor es un fantasma que ronda la cabaña
de troncos donde se toman las manos y sonríen en silencio,
con los corazones explotando de sensaciones. Cuando la
gravedad lo arrastra por la putrefacción, se levanta y se
sacude la nieve entre risas; cuando siente que los músculos
le estallan de dolor cierra los ojos y la ve a ella que lo
espera allá adelante, saludándolo con la mano. Y entonces se
incorpora y sigue. Arrastrando sueños, matando el miedo con
un abrazo apretado que quita la respiración, transformando
las lágrimas de dolor en caricias frente al fuego de una
chimenea.
Sin saber bien después de qué trozo inmenso de ese
tiempo elástico e intangible que se ancla en el horror,
Rostán se aferra al cajón y lo arranca del barro pegajoso.
Rendido por la tensión y el esfuerzo, se abraza a él como un
náufrago, descansando varios minutos, mientras la
transpiración resbala por sus mejillas y se le seca en la
frente. El receptor emite el parlamento estúpido del
profesor, una retahila sin fin de instrucciones, órdenes y
súplicas. Rostán lo ignora, sintiéndose momentáneamente a
salvo: Macarti no le va a disparar mientras exista riesgo de
dañar su tesoro tan preciado. Se recuesta sobre el cajón,
descansando los músculos doloridos de la espalda sobre el
metal frío.
Mira hacia arriba. A pesar de la ilusión que pretende
crear la cobertura plástica, el cielo no se ve real: detrás
del celeste grisáceo se vislumbran las estrellas y la
negrura siniestra del vacío. Rostán cierra los ojos y se
imagina un cielo tan celeste que duele, ese maravilloso
cielo de la Tierra, su hogar, y jura en silencio que si se
salva no volverá a salir al espacio. El es sólo un pobre
animal terrestre, un simple y frágil gusano que la magnífica
Madre Tierra acuna con el amor de millones de años de
adaptación, y el espacio es el horror y la muerte; el
espacio es un enemigo.
Los gritos del profesor lo van sacando del ensueño.
¡Rostán... Rostán... si no se mueve lo cocino! El
profesor ya se olvidó de ser su amigo y vuelve a las
amenazas.
Rostán se incorpora con lentitud y conecta de nuevo el
máximo de sus sentidos. A unos veinte metros más hacia el
interior de lo que fuera el lago se ha formado una
estructura curiosa, que Rostán viene observando y midiendo
mentalmente desde que ese paisaje de locura entró por
primera vez en sus ojos. Es una corriente continua de
materia, un río que sube envuelto en su ronquido subsónico
hasta formar una loma inmensa y luego desciende como una
rampa hasta la entrada de la estación. Si consigue que el
cajón sea arrastrado por la pendiente...
¡Rostán... ¿qué mierda hace?! la histeria vuelve a
surgir desde el centro de la locura del profesor.
Rostán, ignorando el dolor agónico de sus músculos,
toma el cajón y lo va arrastrando como puede por el terreno
movedizo. Los gritos de Macarti se vuelven insoportables;
seguramente no ha entendido la maniobra y piensa que se
quiere escapar. Irritado, apaga el walkie-talkie y saluda al
profesor con un gesto de su brazo, esperando que se
tranquilice.
Subir un declive que no respeta la gravedad es una
hazaña indescriptible. Rostán resbala continuamente, pero
aún así, entre tropezones y caídas se acerca poco a poco a
la rampa. En el borde de su visión ve que el profesor está
trepando a una viga quebrada que apunta en diagonal hacia el
cielo. Con la espalda erizada de sensaciones redobla
esfuerzos y logra introducir a medias el cajón en la lengua
de barro y arena que sube por esa corriente ilógica. Cuando
se da vuelta para ver que hace el profesor, ve el cajón
iluminado por un flash de intensidad atroz, que le hace
cerrar los ojos, dejándolo enceguecido. Un instante
microscópico después el dolor inmenso sube como una oleada
por su pierna. Cae de rodillas vomitando, mientras un puño
negro de silencio lo aplasta contra el suelo.
Ahora empieza mi oído a ser sensible
a las dolientes notas, ahora llego
donde me alcanza un llanto incontenible.
Dante Alighieri
Cuatro.
Dolor. Dolor.
El cielo es gris opaco. A unos quince grados del
horizonte, lejos de FSN 7l7, deriva una estrella brillante,
un punto luminoso errático que va describiendo un leve arco
hacia abajo y hacia la izquierda. Rostán mueve la cabeza y
presiente algo espantoso: es como si esa estrella fuera el
ojo de un espectro que se acerca para anunciarle la muerte.
Es demasiado para él: FSN 7l7 la reina del horror a
un lado; una intrusa deslizándose por el otro. Se gira y
hunde la cara en la arena barrosa. Siente que los rayos
calientes del monstruo de fuego se deslizan por su nuca como
los dedos de una mujer excitada. Empuja hacia abajo,
ayudando a la gravedad, deseando hundirse en el fango y
mimetizarse con toda esa basura verdosa, perdiéndose para
siempre en una nada fresca y silenciosa.
Temblor y quejido. Estrellas maléficas. Fuego y muerte.
Sus brazos se mueven en curvas mecanizadas, empujando
el horror hacia atrás. El brillo enigmático se desliza por
el gris hacia el fulgor de su hermana gigante, a la búsqueda
de una conjunción inimaginable. Rostán abre la boca para
dejar salir un grito, pero el sonido se aferra a sus cuerdas
vocales y se congela, volviéndose a la nada antes de haber
nacido. Todo gira y se acelera. El tiempo se enquista en un
cristal de múltiples caras y múltiples reflejos que le van
absorbiendo la mente.
Los últimos espasmos de su razón tratan de digerir el
nuevo enigma: ¿Moviéndose? ¿En el espacio? ¿Qué?
Rostán se desliza. Tiembla. Se hunde.
Detrás de sus ojos hay una nulidad, un silencio que
parece... ¿globular? Aprieta los dientes y piensa: sí, sí,
sí (un eco tras otro), no hay otra imagen que concuerde: el
silencio es como un glóbulo líquido que danza en soledad,
como una gota invertida de parafina, gigante, que estuviera
saltando hacia el sol, o como esos cristales líquidos que
aparecen en las microfotografías: salchichas licuadas
ensartadas una contra otra en una coreografía blanda,
visceral.
La imagen se trastoca poco a poco: el glóbulo se
multiplica, engorda, le crecen brazos, piernas... una
cabeza. Alrededor de él bailan figuras grotescas: perros
salchicha sin patas, orejas de conejo, manos de muñeca,
huevos alargados como bananas, la cara de Pluto hinchada
como un globo a punto de estallar, labios humanos
gigantescos mostrando unas sonrisas infladas,
sobrenaturales...
El glóbulo gira y gira. Es una mujer; una mujer que
danza en silencio en medio de un enjambre de formas
gelatinosas que ascienden con lentitud, luchando con la
gravedad. La música es silencio, un conglomerado de espacios
que se apelotonan unos contra otros como aullidos sin
garganta empujándose hacia un abismo. Y ella danza con
gracia. Danza con gracia en el silencio, girando...
Rostán quiere alcanzarla, pero hay algo oscuro,
inmenso, que se le interpone. Ve unas láminas de plata que
avanzan en formación, cada una perfectamente paralela a la
otra y tan bidimensionales que sus filos imposibles cortan
el espacio en rodajas exactamente iguales.
La mujer sigue danzando sin comprender. Las cosas
horrendas se le acercan por la espalda, cortando más y más.
Rostán grita con desesperación, pero su grito es líquido: un
globo enorme que se infla adherido a sus labios, lleno de
humores viscosos, repugnantes. Los planos llegan a la mujer
y la parten en secciones longitudinales perfectamente
paralelas y equidistantes. Rostán se horroriza, gesticula
desesperado, pero el globo se congela en miles de toneladas,
hundiéndolo en la oscuridad. Cae.
En medio del rugido del abismo oye los alaridos
horribles de la mujer; unos sonidos insoportables que lo
desgarran como dientes voraces, mientras el dolor, con
paciencia demencial, lo empuja hacia la conciencia.
Va subiendo la escala: Luz. Dolor. Sonido.
Sufriendo un infierno privado, se arrastra con
esfuerzo: está en uno de los pasillos de la estación.
Recuerda confusamente el olor del barro y la frialdad
pegajosa del agua podrida. Recuerda en retazos el dolor
horrible de la quemadura y el milagro de sus mecanismos
instintivos abriendo la mochila en busca de la química
salvadora. Recuerda la locura y la rampa mágica y luego un
millón de años de arrastrarse por los escombros y la arena y
el metal destrozado. Recuerda el miedo. Y el dolor.
Recuerda: el láser intersectando con su pierna un poco
más abajo de la rodilla, el láser pasando por su carne,
cortando las arterias, los músculos, el hueso... La muerte
que jugó una partida con su cuerpo y se retiró justo a
tiempo. Maravilla.
Recuerda: un lago de su vida escapándose rojo, rojo por
los regueros del dolor. Y entonces el cerebro-reptil
reaccionando con frialdad: un movimiento escaso y luego otro
hasta que la mano alcanza la. Luego apretar el gatillo para
pulverizar el. Después el alivio subiendo, subiendo por su.
Y el charco horrendo. Como una sonrisa de esa muerte que por
ahora sólo por ahora se tuvo que retirar.
Maravilla.
Se está arrastrando dolorosamente. En algún lugar de
los pasillos recuerda puede estar su salvación. Avanza
como un insecto moribundo, deslizándose sobre su panza
cristalizada, impulsado por miembros cadavéricos que se
mueven porque se mueven, porque algo eléctrico les ordena
moverse entre esas punzadas del dolor.
Cuando se detiene un instante parece que todo acaba,
que ese movimiento quebrado es lo último que hará hasta que
la eternidad se condense sobre su sufrimiento, pulverizando
huesos y memoria en un único golpe desgarrador. Pero el
dolor sigue y el reptil que ha nacido bajo su piel sigue
empujando ciegamente, con tozudez de cielo blanco y
desiertos infinitos... Y sigue arrastrándose. Centímetro a
centímetro.
Pasa un milenio. Se detiene. Respira. Lo que parece un
zumbido se estructura en los oídos del hombre-insecto-reptil
y toma forma: alaridos. Rostán suspira hondamente y sacude
la cabeza para alejar a esa alimaña pegajosa que se ha
escapado de sus pesadillas y le taladra los oídos. Pero el
grito sigue ahí.
Alaridos. Horror. Dolor humano. Tortura.
Se toma la cabeza con ambas manos y la aplasta contra
el suelo, buscando meter el frío a través de su sien,
tratando de matar la locura con el hielo del metal; pero la
locura está aferrada al aire, gritando continuamente las
notas de ese horror sin fin, esa sinfonía dolorosa.
Rostán llora en silencio, acongojado. Es una mujer,
gritando. Es dolor corporizado en vibraciones, insoportable;
un monstruo que se escapó de sus delirios y lo cabalga
ensañado, desgarrándolo con su música de tortura. Una mujer
gritando dolor y desesperación en todas las escalas del
sufrimiento, con la fuerza de un infierno desatado.
Aullando, ladrando, vomitando dolor.
Es terrible. Rostán se imagina a los fantasmas de la
estación materializados en un festín terrorífico, un
aquelarre de etiqueta matizado con música enloquecedora.
Mientras las lágrimas corren por su cara, trata de
entender.
¿Qué es esto, Dios? ¿Qué es esto?
Tendido en su charco de sudor, Rostán se retuerce. Está
endurecido de espanto, sin fuerzas, pero la supervivencia se
hace cargo y va adormeciendo sus oídos hasta aislarlo de la
demencia. El reptil aferra sus músculos y lo arrastra. Un
metro. Dos.
Después de una eternidad, Rostán abre los ojos y exhala
un grito susurrante con las últimas fuerzas de su cuerpo: en
un recodo aparece el nicho salvador, su puerta al Cielo.
Se acerca con lentitud infinita, casi desvanecido, y
llega apenas a incorporarse lo suficiente para pulsar el
botón de auxilio. Mientras las manos acolchadas del robot
médico lo alzan como a un niño, deja que las tinieblas se
agiganten detrás de sus ojos petrificados y se lo lleven a
un mundo de silencio espeso y pesado como metal líquido.
Rostán se despierta un instante después. Está debajo de una
tapa plástica transparente, dentro del ataúd de atención
médica de emergencia. El dolor ha desaparecido; un calorcito
agradable se desliza por todo su cuerpo, produciéndole un
placer blando, relajante. Los gritos horribles ya no se
oyen, como si el robot, además de atender sus heridas, lo
hubiese rescatado del Infierno. La sensación de movimiento
se amplía cuando ve un techo que se desliza sobre él: su
ataúd está rodando sobre ruedas acolchadas. Mira a lo largo
de su cuerpo y ve dos piernas completas. Dos.
Suspira hondamente.
¿Reimplante? le pregunta al aire.
No señor la voz del robot médico es profunda,
tranquilizadora. Es un implante artificial. No hemos
podido encontrar la parte que faltaba. Si usted lo apru...
¿Hacia dónde vamos? interrumpe Rostán.
El robot, que parece no haber registrado la pregunta,
sigue su frase:
...eba estamos en condiciones de iniciar un proceso
de regeneración una vacilación de décimas de segundo.
Nos dirigimos hacia el hospital central. ¿Desea algo?
¿Cuánto tiempo llevaría regenerar el miembro?
Con los elementos disponibles aquí, unas seis
semanas. Si tuviésemos un tanque Nu An se podría reducir a
dos. Otro breve silencio. ¿Desea algo?
No, gracias. Pero no me lleve al hospital. Deténgase.
El robot obedece de inmediato: la sensación de rodar
desaparece y el techo queda congelado en un retazo gris.
Señor, debo completar su atención con...
¡Interrumpa! grita Rostán, al mismo tiempo que
empuja con ambas manos la tapa plástica. Y deme un informe
abreviado de mi estado físico.
Señor, por favor, no dañe el artefacto de auxilio. Es
un equipo de prioridad diez: de él dependen vidas humanas.
Rostán deja de empujar; el plástico no ha cedido ni un
milímetro. El robot continúa: Su cuerpo está en
condiciones de reanudar una actividad del 80 % informa.
La pierna ya es totalmente operativa. Antes de deambular,
necesita una aplicación inmunológica. No se recomienda el
alta...
Correcto. Rostán piensa a toda velocidad. El robot
debe estar en contacto con la computadora, y la computadora
está controlada por Macarti. El hospital puede estar
convertido en una trampa mortal. Ahora que el profesor dio
el primer golpe, tiene poco que perder. Debe estar atento;
ese hombre enloquecido hará todo lo posible por eliminarlo:
es un testigo peligroso.
Hace un esfuerzo para tranquilizarse y ordena: ¡Abra
la tapa!
El robot se queda mudo un segundo: debe estar
consultando. Rostán se eriza:
¡Rápido! ¡Es una orden de seguridad! grita al borde del
descontrol.
Señor... La calma del robot es una espina
electrizada. Rostán piensa desesperado...
¡Prioridad! ¡Orden de prioridad G-7773! la cifra
suena como una invocación mágica. ¡Abra la puerta!
Antes de que el chasquido llegue a sus neuronas, Rostán
está saltando al piso del pasillo. Mientras corre, olvidando
que se mueve sobre un miembro que no es el suyo, oye las
últimas sílabas del parloteo del robot. Sin prestarles
ninguna atención, dobla por el primer recodo y aumenta la
velocidad. Sólo le interesa una cosa: alejarse. Escapar.
Luchando con la tensión y el miedo, pasa los primeros
segundos inconsciente del entorno, preocupado únicamente por
generar adrenalina y llegar a cualquier lugar apartado del
robot. Pero a los pocos metros del recodo su mente racional
empieza a conectarse, emparejando su plano de acción con el
sol en explosión del instinto animal. Debe escapar, pero ¿a
dónde? Mientras empieza a delinear un esquema de situación,
otra percepción penetra en su cerebro: gritos de tortura y
alaridos de dolor; los fantasmas no han terminado su fiesta,
el horror continúa, aunque el nivel sonoro de la pesadilla
ha decaído varios puntos, como si se encontrara alejado de
la cámara monstruosa donde alguien ¿una mujer? está
derramando toda su capacidad de sufrimiento.
Rostán se detiene. Un instante de atención le permite
confirmar lo que le parecía percibir: el cántico doloroso
proviene del sistema de sonido; está siendo emitido por el
sistema de sonido. Rostán siente el horror reptando por su
estómago como una horda de gusanos fríos, viscosos. Sus
impulsos de supervivencia vuelven a estallar, y entonces
corre; corre enloquecido.
Dobla en cualquier lado. Elige el camino al azar, sin
ningún razonamiento previo, como una rata asustada en medio
de un edificio en llamas. Escapar. Sólo escapar.
Cuando sus pulmones se convierten en un centro de dolor
y el aire es una garra de hierro al rojo vivo que se desliza
por sus conductos respiratorios, el instinto empieza a
vacilar. Rostán puede ceder en su locura y llegar a la
conclusión evidente de que no está logrando nada,
absolutamente nada con ese esfuerzo destructivo. Se detiene
una vez más y apoya la espalda bañada en sudor contra el
frío del panel. Unos instantes son suficientes para que el
cuerpo regularice sus funciones y empiece a notar los
estragos: las rodillas se le doblan vencidas, una sensación
dolorosa de mareo golpea su sien desde adentro, los pulmones
piden auxilio al aire, extendiéndose como un estallido de
fuego, la transpiración fluye imparable por su piel...
Lentamente, muy lentamente, se desliza hacia el suelo,
dejando un surco húmedo en el panel como si fuera una babosa
gigante. Se siente vencido. Aplastado. Vacío. Aterrorizado.
Cierra los ojos. Con un esfuerzo supremo aparta el
dolor, el miedo y el cansancio y retrotrae su mente hacia la
realidad: está en ese lugar con una función, es un agente
que tiene un trabajo que hacer; la Tierra espera noticias
suyas y debe comunicarse aunque sea el paso que lo lleve
definitivamente a su fin. Sí: comunicarse. Llamar. Informar
la situación. El deber: Su deber.
Se levanta como un autómata y camina por el pasillo
buscando una terminal. Va probando las puertas hasta que una
cede y se encuentra con un baño pequeño, donde pierde un
instante aliviando su cuerpo y lavándose la cara
maniáticamente, una y otra vez, hasta empaparse la camisa y
el pantalón. El ambiente pulcro de los sanitarios lo ha
vuelto a la realidad: a pesar de los esfuerzos del robot
médico está lleno de suciedad, transpirado y débil. Se mira
en el espejo y ve un espectro mugriento que lo observa en
silencio. Se estremece y sale.
Tres puertas más allá encuentra una terminal. Entra y
traba la puerta con su propio cerrojo y luego desliza un
gran mueble archivador y lo acuesta sobre el panel, cerrando
la entrada lo mejor que puede. Se acomoda en una silla,
envarado por la tensión, y enciende una pantalla. Ve las
letras que se delinean con velocidad, dándole la bienvenida
al sistema. Aprieta la primera tecla con un dedo tembloroso,
suspirando de miedo, y espera una décima de segundo. Luego
pulsa otra... y otra ... y otra.
Extiéndete hacia la luz de la estrella.
Alcánzala cuando ella te llame.
Jon Anderson
Cinco.
La computadora está llena de trabas. La mayoría de las veces
aborta los programas, borra las preguntas de la pantalla y
contesta cualquier cosa. En algún momento, sin saber cómo,
Rostán obtiene un plano de la estación. Está lleno de áreas
amarillas indicadores de destrucción que no se detiene a
estudiar. Se graba en la memoria a toda velocidad los
números de los pasillos que llevan desde su posición en el
plano (un asterisco blanco) hasta el asterisco púrpura donde
se centran todos sus problemas: Macarti. Víctor Macarti. Su
objetivo.
Reconoce el área que ocupa el profesor: las
habitaciones adyacentes al laboratorio principal. Teclea una
orden y la computadora teje una filigrana tenue sobre los
pasillos y las habitaciones de Macarti: sus movimientos en
los últimos dos días. Cuando el dibujo crece hasta ocupar
tres, cuatro habitaciones, el control de video se vuelve
loco y empieza a dibujar un cuadriculado multicolor sobre un
ángulo de la pantalla, que de pronto se extiende como una
explosión, tapando toda la imagen.
Rostán se queda boquiabierto, clavado en su lugar. Un
instante antes del desastre gráfico la computadora mostró
dos símbolos que no debían estar un asterisco celeste y
otro naranja, moviéndose por la zona del lago. Dos figuras
móviles.
¿Otro error de la computadora? ¿O hay intrusos en la
estación?
Por más que lo intenta aún invocando códigos de
prioridad absoluta no puede obtener nada más: la
computadora se vuelve loca cada vez que va a responder. De
algunos retazos brevemente vislumbrados llega a deducir un
par de cosas: que la Tierra está en contacto por lo tanto
enterada de la situación y ha enviado varios mensajes
(aunque no obtiene acceso a ellos); y que el profesor está
encerrado en sus habitaciones desde hace un par de días.
Sin sentirse satisfecho del todo, apaga la pantalla y
se frota la nuca con cansancio: el chorro de sonidos de
dolor que no cesa ni un solo instante es una tortura que
lo desgasta, envolviéndolo en una sensación de angustia y
desesperación. El único que puede haber conectado ese horror
al sistema de sonido piensa es el profesor. Tiene que ir
en su búsqueda, encararlo y tratar de llegar a una
explicación racional para todo ese galimatías. Es lo único
que puede hacer; lo único que se le ocurre.
Prepararse le lleva unos instantes: no tiene nada que
llevar, ningún recurso defensivo, nada para enfrentarse con
la locura más que su propio cuerpo. Sin embargo se siente
lúcido, descansado y con nuevas fuerzas. El robot médico ha
trabajado bien sobre su organismo, haciéndolo descansar
intensivamente durante el implante del miembro que llevó
tres días, por lo que pudo ver, forzándolo a una cura de
sueño durante la cual alimentó su cuerpo tan balanceadamente
que Rostán abstrayéndose de la tensión nerviosa se
siente mejor que cuando llegó a la estación.
El camino no es demasiado largo. Los pasillos aparecen
bastante limpios y libres de obstáculos, como si luego de la
conmoción se hubiese puesto en marcha algún servicio
automático de mantenimiento. Rostán se dirige rectamente
hacia su destino, recordando sin problemas los números de
cada pasillo en que debe desviarse.
Los lamentos se oyen más y más fuertes a medida que se
acerca, hasta que nota horrorizado que provienen más de las
paredes y el piso que del sistema de sonido, como si la
estación estuviera gimiendo un dolor inconmensurable.
Rostán llega a una puerta que se tensa como el parche
de un tambor, vibrando a un nivel de energía que parece
imposible. Se queda ahí temblando, tomándose con ambas manos
el estómago retorcido por la angustia: los aullidos
terribles de dolor brotan desde el otro lado de la pared,
como si el profesor hubiese abierto un pasaje al Infierno y
estuviese regocijándose con escenas del sufrimiento más
atroz.
Lucha con la inmovilidad que congela su cuerpo. Acciona
varias veces el llamador del intercomunicador, sin esperanza
de obtener una respuesta: nadie puede oír un sonido que
muere aplastado por decenas de decibeles de horror. En un
arranque de inspiración, acciona el mecanismo de apertura y
el panel se abre de inmediato, sorprendiendo a Rostán, que
se queda boqueando en medio de la aplastante potencia del
sonido que sale por la abertura como un oleaje de espanto
casi sólido.
Rostán mueve pulmones de cemento que se han olvidado de
respirar. El miedo es un muro, una muralla asfixiante que lo
encierra adentro de su propio cuerpo. Respira dos, tres
veces, mientras unos retazos de cordura vuelven a asentarse
con desgano en su mente. Se tranquiliza un poco: la calidad
del audio es artificial, sólo puede provenir de una
amplificación electrónica. De cualquier modo no puede
escapar de la presión insoportable; las manifestaciones de
dolor son tan terribles, tan espantosas, que la mente no
puede digerirlas del todo: se aferran directamente a los
centros primitivos, despertando una reacción sólida,
corporal. Rostán siente que su cuerpo se curva, se eriza, se
llena de líquidos ardientes que le aceleran el corazón, le
disparan las glándulas sudoríparas, le tensan los músculos,
le retuercen los intestinos...
La habitación es un basurero; el olor casi no se puede
aguantar. Rostán avanza como un sonámbulo, avasallado por
las percepciones confusas del desorden y lo ilógico elevado
a la enésima potencia. Hay tantas cosas para ver que no
termina de separar una imagen de la otra: parece que se
hubiera metido dentro de un ser gigantesco y quisiese
rescatar a sus órganos del interior de un amasijo de tumores
dementes.
Una parte del cuarto está repleta de equipos
electrónicos despanzurrados pero activos, interconectados
entre sí por millares de cables de colores. Las tapas están
entreabiertas o directamente no están. De cada hueco brotan
partes de circuito agregado que se desbordan en marañas,
como plantas tropicales enloquecidas. Una de las paredes
está acribillada de agujeros desprolijos por donde pasan más
cables, a veces amontonados en haces multicolores y a veces
solitarios como serpientes invernando. Al lado de toda esa
anarquía electrónica hay una pared por donde se derrama un
mural increíble: centenares de pechos femeninos de múltiples
formas y tamaños al parecer de epoxi, o tal vez de papel
maché muy bien pulido, pintados en todas las tonalidades
del color piel, desde el marfil más blanquecino hasta un
negro opaco casi azulado ¿la piel de los zulúes? y
ordenados en racimos surrealistas que apuntan con sus
pezones hacia los ojos alucinados de Rostán.
Pero la cosa no acaba ahí. Donde termina el mural
aparece una escultura de huesos casi sobrenatural; arañas y
más arañas gigantescas colgadas de alambres que apenas se
notan, envueltas en una lucha o acto sexual de
coreografía demente; un aquelarre que jamás se atrevería a
imaginar, un caos de miembros cortados rezumando jugos
amarillentos y mandíbulas asesinas dirigidas por ojos donde
el horror, el más profundo y visceral horror, se ha
entregado servilmente para ser modelado por las manos del
escultor.
Rostán se mueve como una víbora acechando a su presa,
con un deslizamiento viscoso, precavido, animal. Patea algo
duro que sale rodando y entonces ve al profesor tirado en el
suelo. Se lanza hacia él alarmado: parece muerto. Cuando se
acerca percibe el olor de las bebidas. Macarti está rodeado
de botellas de licor, casi todas vacías, derrumbado por una
borrachera descomunal. El piso a su alrededor muestra los
signos de la rebelión de su estómago: ha vomitado un par de
veces sin moverse de su posición.
Se agacha y recibe dos percepciones cruzadas: el sonido
infernal que llega a su cumbre, convirtiéndose en una lanza
de dolor en sus oídos, y el movimiento respiratorio casi
agónico del profesor. Levanta la vista y se enfrenta con un
semicírculo de paneles sonoros de potencia, todos emitiendo
al borde de su capacidad, todos lanzando dolor sobre ese
centro vivente: el cuerpo despatarrado y embebido en alcohol
de un hombre que llegó a ser el cerebro máximo de la
cosmología: Víctor Macarti; un vértice para el horror.
Rostán no puede más; se toma la cabeza y se arrodilla
casi desvanecido. No es verdad, piensa; no es verdad, Dios
mío, no es verdad. La mujer está gritando, pidiendo,
rogando, aullando su dolor inmenso, un infierno insoportable
que arrastra a la locura con el empuje de millares de
vatios, con terrible energía, con todas las fuerzas posibles
del dolor, invadiendo, sacudiendo... gritando, llorando,
aullando, pidiendo.
Dios. Dios.
Siente que sus neuronas quieren desconectarse,
silenciar ese dolor, hundirse en una nada muerta que las
lleve al olvido. Antes que lo venzan las sombras, se
arrastra hacia la consola y le da un golpe al botón de
encendido. El silencio se abalanza de pronto, como un muro,
sobre el centro de la habitación.
Rostán siente que la vibración persiste en sus oídos
hirvientes un recuerdo del espanto y respira hondamente.
El profesor se retuerce, gesticula por debajo de sus
facciones entumecidas, atacado por sus pesadillas de
alcohol. Rostán lo sostiene porque los movimientos empiezan
a ser convulsivos. Luchan un momento, Macarti elevándose del
suelo en un arco elástico montado entre su nuca y los
talones, Rostán cabalgando arriba horrorizado, deseando huir
de la locura destructiva que se ha apoderado de los músculos
del pobre hombre. Forcejean unos segundos hasta que Macarti
se derrumba. Rostán engulle un par de bocanadas de aire y
luego apoya el oído en el pecho del profesor, captando con
alivio los latidos veloces de su corazón. Está en un estado
de shock, algún tipo de salida defensiva de su organismo
para salvarse de la epilepsia destructora; pero está vivo:
respira.
Se queda ahí un largo rato, desplomado sobre el
profesor como un amante ardiente después de un orgasmo
descomunal. Cuando su respiración se normaliza, se levanta y
mira desorientado a su alrededor: el caos es tan espeso que
no sabe por dónde empezar. ¿Atender a Macarti? ¿Analizar los
equipos? ¿Revisar la habitación?
Se decide por los equipos.
Al principio se desorienta: la maraña de cables y
modificaciones es infernal. El entrenamiento lo ha
convertido en un sabelotodo que no ha profundizado en nada.
Se preocuparon por que sepa muy bien cómo encontrar lo que
necesita en el banco de datos de la computadora una
disciplina cada vez más compleja, que casi requiere una
especialización, pero es un conocimiento que en ese
momento le resulta inútil: no tiene acceso al Sistema. Como
un inválido, Rostán se abre paso a través de la espesura de
interconexiones, echando mano a los conocimientos generales
que forman el núcleo de su preparación y un poco de
adivinación.
Su primer ancla es el cable de entrada a la consola de
sonido. Lo sigue desde ahí hasta una caja destripada llena
de conexiones desprolijas y componentes agregados, donde
convergen una docena de cables de señal. En cuanto mueve la
caja descubre en ella algo familiar. La da vuelta y ve un
conjunto archiconocido de teclas y conmutadores: es un
intercomunicador, uno de los tantos que brotan de las
paredes de cada pasillo y habitación de ese mundo de metal.
Rostán lo estudia con detenimiento y ve pequeñas
figuras dibujadas al pie de las teclas: un círculo, una
cruz, una estrellita, un triángulo deformado, un círculo
cruzado por una línea en diagonal, un signo de igualdad
rotado noventa grados y otros símbolos más difíciles de
identificar. En un arranque de inspiración se acerca a la
consola de sonido, reduce el nivel general y vuelve a
encenderla. El cántico de dolor ahora a un volumen
aceptable vuelve a emerger desde el infierno. Rostán va
apretando los botones y obtiene un abanico de matices del
mismo sonido terrible, unos más o menos metálicos, otros
puros y limpios aunque levemente diferentes, algunos
bastante ruidosos; pero todos son al fin y al cabo
abstrayéndose de esos cambios mínimos en el timbre la
misma cosa: gritos de sufrimiento, aullidos escalofriantes,
gemidos infrahumanos, sollozos desgarrados; sonidos
infernales de muerte y dolor emitidos por una mujer
torturada, destrozada, llevada más allá de los límites de lo
animal, arrastrada por encima del horizonte del sufrimiento
más imposible.
Rostán, desde su racionalidad recuperada, siente que se
sumerge en una corriente de realimentación. Los sonidos de
tortura traen un mensaje claro para sus redes neurales: cada
grito se invierte para convertirse en un dolor, en el dolor
posible y plausible que podría haber despertado ese grito.
La tortura se condensa desde el aire y cae como hojas de
acero filosas sobre sus músculos desprevenidos. La tensión
se hace sufrimiento y el sufrimiento se va aferrando a los
mandos. Cuando intenta reaccionar, su cuerpo ya no responde.
Se mueve arrastrando fibras nerviosas que han imaginado
destrucción, que han recreado en sí la destrucción, en una
resonancia demente e ilógica. Da un paso rígido,
interminable, manoteando el aire coagulado en muerte, hasta
alcanzar el conmutador y anular la locura. Cuando el
silencio llena los huecos que dejó el sonido, siente que sus
músculos lacerados se derraman como fuego líquido. Tiembla
como un poseso, llamando con desesperación a la cordura. El
silencio es un bálsamo que lo cura lentamente, tirando
despacio, muy despacio, de los hilitos frágiles de su razón.
Sube desde el fondo fangoso del dolor. Se recupera.
Es monstruoso... ¿Qué abismos ha destapado Macarti?
¿Qué caja de horrores interminables? ¿Qué infierno
desmedido?
Está desplomado en su silla, entumecido por los
fantasmas de la tortura. Siente el cuerpo como si fuese un
bloque de cemento atrapado por mil gravedades. Cristalizado.
Imposible de mover.
Desliza la mirada por esa selva de electrónica
desintegrada en caos. Los conductores salen del
intercomunicador y se hunden en la maraña de circuitos.
¿Llegará alguna vez a comprender todo eso?
Sigue los cables con la punta de los dedos. Salen de
aquí y van allá. Ajá, esto es un sismógrafo. Y esto... ¿un
procesador de matrices? ¿Memorias? ¿Un módulo matemático de
flujo continuo? ¿Unidades cableadas para ejecutar ad
infinitum sus ecuaciones crípticas? ¿Amplificadores de
fibra? ¿Filtros digitales? ¿Correlación?
Los dedos recorren una red tumultuosa de cables
multicolores. El cerebro adquiere imágenes, hace
comparaciones y mastica todo con desesperación. ¿Procesador
de puntos geométricos? ¿Ecualización? Un mapa crece en
silencio en su subconsciente. Descubre las puntas de los
hilos y después los ovillos. Avanza sin saber cómo y se mete
de lleno en ese conglomerado imposible de circuitos. Hay
algo que... Podría ser un... Pero si aquí está separando
los... Por supuesto, las frecuencias más... Es lógico, esta
línea viene de...
Dios santo. Dios santo. Dios...
No, no. ¡No! No lo quiere creer. Esa peregrinación
estúpida por el laberinto casi surreal de circuitos que
Macarti ha dejado sobre esas mesas le parece un carnaval
idiota, una trampa para incautos. Se siente tentado de
desechar todo; quisiera destrozar el rompecabezas irracional
que ha armado y pedir que lo vengan a buscar, que se lo
lleven de ahí. Sólo piensa en huir. En olvidar todo.
Se toma la cabeza. Las mangueras gruesas que cruzan la
pared y desembocan en ese maremágnum de equipos contienen
los enlaces multifibra que vienen de un solo lugar posible:
la planta de seguimiento y recepción. La información que se
vierte en chorros de miles de millones de bits por segundo
en las fauces de la electrónica ha venido cabalgando sobre
los láseres de comunicación que enlazan los
satélites-observatorio con la estación. Los satélites tienen
sensores: radiotelescopios, telescopios de luz visible,
infrarrojos, ultravioleta, rayos X y gamma, contadores de
partículas, cámaras de radiación, trampas de neutrinos,
espectrómetros... Y todos esos ojos ávidos están mirando en
una dirección única. Convergen en un único centro. Ahí.
Rostán da un manotazo al control de sonido y vuelve a
despertar el cántico del infierno. Aferra un control y
desliza la imagen sobre el monitor. La pantalla muestra un
círculo blanco cruzado en su centro geométrico por dos
líneas delgadas de un azul profundo. Va corriendo con
lentitud las líneas hacia un lado hasta que se salen de la
figura circular. El sonido de tortura se estrangula, muere.
Rostán gira la perilla y vuelve la mira a su lugar,
imaginándose el deslizamiento preciso de centenares de
servomecanismos satelitales reorientando las bocas
hambrientas de fotones hacia ese monstruo horrible que se
burla de la realidad. Cuando la cruz azul se va acercando al
centro los sonidos resurgen. Gira hacia el otro lado: el
sonido muere.
Rostán suelta el control como si fuera una víbora y se
derrumba sobre la mesa, aferrándose una cabeza que le quiere
estallar. Las miras están apuntando hacia ella; el sonido
viene de ella. Ese lamento continuo de dolor, ese grito
terrorífico viene de ella: FSN 717... La estrella.
Antes de que su mente sacudida saque ninguna
conclusión, un sonido reptante se clava en sus oídos y le
eriza los cabellos de la nuca. Empieza a girar la cabeza y
llega a ver, sobre el borde de su visión, el cuerpo de
Macarti que se arrastra por el suelo. Cuando las puntas de
las botas desaparecen detrás de uno de los paneles de
sonido, Rostán se incorpora con brusquedad, pero antes de
que sus rodillas se enderecen se siente empujado de regreso
al asiento por una tenaza de acero que se ha aferrado a su
cuello. Lleno de terror, levanta las manos para defenderse,
pero es el último gesto que puede ejecutar: una aguja
ardiente, dolorosa, penetra la piel de su cuello y lo
estrella en silencio contra una nube espesa de sombras.
TRES
¿Escuchar el aire lleno de alaridos
que ningún oído pudo oír,
divisar bocas que bostezan abriendo círculos
más anchos que el mundo,
u ojos que nos espían, inyectados en sangre,
en medio del resplandor sombrío?
Lewis Carroll
Con un gesto de cansancio infinito, Neddril se frota los
ojos doloridos. Cuando comenta que ha estado llevando una
investigación por más de dos años no pueden creerle. ¿Y el
gobierno te pagó dos años de sueldo para eso?, preguntan con
incredulidad. A Neddril se le hace difícil hacerles
comprender la realidad. Las facetas son múltiples:
presiones, curiosidad, un misterio fascinante, la
posibilidad de que las naves fantasma traigan incorporado un
error de diseño que termine siendo fatal para los pasajeros,
la desaparición inexplicable de alguien querido, sorpresas.
Y tiene que agregar el interés y la insistencia del general
Deninne, que quiere la verdad de lo sucedido a cualquier
precio. Todo forma un caldo de cultivo más que especial para
esos años de encierro. Pero la criatura a veces le parece
monstruosa ha nacido. Falta su presentación en sociedad. Y
esa es la peor parte de la lucha.
La pantalla vacía es una confesión de impotencia
graficada como espacios en blanco. Sacar semejante catarata
de hechos fantásticos de la memoria y convertirlos en un
informe correcto suena como posible, pero Neddril lleva más
de dos meses pensando en cómo hacerlo. O más bien, en cómo
decirlo. No es nada fácil.
Luego de pasar meses revisando el rubro ESTRELLAS en el
banco de datos, encontré la referencia cruzada, escribe a
toda velocidad. Se llamaba Víctor Macarti, Cosmólogo, doctor
en Física, Matemáticas y Astrofísica. Era una celebridad
hace trescientos veinticuatro años, cuando ocurrieron los
hechos que voy a...
Hace un gesto de desagrado y borra el párrafo de la
pantalla en un instante. El asunto es cómo empezar, no lo
que tiene que decir. Y no le gusta ninguna de las formas.
Vuelve a escribir: Se encontró registro de que hace
entre trescientos y trescientos treinta años ocurrió un
fenómeno inexplicable en la estrella FSN 717 que, como
indica la sigla, estaba registrada como supernova próxima.
(Estallido posible en un período entre ochenta y quinientos
años, estimaban con bastante imprecisión en la época.) Esa
estrella existe aún, sólo que en los registros actuales
aparece con nombre Sirena y es una pre-enana blanca en fase
de contracción. De la unión de una cantidad enorme y muy
dispersa de datos surge una explicación plausible aunque
difícil de aceptar para esta contradicción. Debo aclarar
que los datos posicionales de FSN 717 (o Sirena)
corresponden a la estrella ubicada en las coordenadas
+AN7003322142, ++FJ111854897, +++LW000017439, área en la que
se perdió contacto con la nave desaparecida. Adjunto a
continuación registros del BDD relacionados con la
investigación.
FSN 717, El fenómeno de las emisiones de -
(...) así que, a pesar de las diversas simulaciones en
modelos de computadora, no se sabe a ciencia cierta qué
mecanismo físico puede haber causado el aborto de un proceso
de supernova, dejando a cambio una estrella supercomprimida
con un poco menos de la masa necesaria para colapsar y su
núcleo vibrando de tal modo que modula todas sus emisiones.
(Ondas gravitatorias y electromagnéticas de la banda radio
moduladas en amplitud y frecuencia; luz visible,
ultravioletas, X y gamma en fase.) Más incomprensible aún es
el contenido de la componente audible de la señal
moduladora, que parece más una emisión estructurada casi
podría decirse inteligente que algo resultante de un
proceso físico natural. Se han estudiado las secuencias de
gritos, alaridos y gemidos de dolor, llegando a la
conclusión de que su período de repetición es de (...)
MACARTI, Víctor L. -
Doctor en Física, Matemáticas y Astrofísica. (...) Se lo
destinó al estudio del fenómeno SIRENA, circunstancia que
influyó gravemente en su personalidad, produciendo una
alteración de (...)
SUPERNOVA, Cómo estalla una -
(...) La supernova es resultado, infrecuente y espectacular,
de la secuencia de reacciones de fusión que jalonan la vida
de una estrella. El calor desprendido por la fusión crea una
fuerza expansiva que contrarresta la atracción gravitatoria
que, de otro modo, provocaría la caída de la estrella sobre
sí misma. La primera serie de reacciones se basa en
hidrógeno produciendo helio; un proceso que continúa hasta
que se agota aquél en el núcleo. La estrella, sin presión
interna, comienza a contraerse, y entonces núcleo y materia
circundante sufren un aumento de temperatura que permite
otras reacciones de fusión: del helio nace carbono, del
carbono neón, luego se forma oxígeno y finalmente silicio.
El último ciclo de fusión combina núcleos de silicio para
formar hierro. El hierro es el final de la línea de fusión
espontánea: una fusión ulterior absorbería energía en lugar
de liberarla.
Sólo las estrellas muy grandes alcanzan la fase
final, con núcleo de hierro, de la secuencia evolutiva
recita Neddril con tono de burla y voz de falsete,
siguiendo el ritmo de aparición de las letras en la
pantalla. Cuando termina la vida activa de una estrella
pequeña esta se contrae con lentitud, convirtiéndose en una
enana blanca, una estrella consumida que emite radiaciones
generadas por su misma compresión saca la lengua bien
afuera y la muerde con suavidad, canturreando las frases
como si fuese imbécil, mientras deja que la saliva se le
deslice por las comisuras de los labios. La enana blanca
permanece en ese estado para siempre, enfriándose poco a
poco. Las supernovas tipo II, en cambio, se producen en
estrellas de gran masa; se cree que por lo menos de ocho
masas solares. Se tapa la cara con ambas manos,
rindiéndose, y suspira hondamente, abandonando la pantomima.
La información continúa volcándose en el video en un flujo
tenaz, sin que Neddril le preste atención:
Cuando se inicia la reacción final (fusión del
silicio), empieza a formarse en la estrella un núcleo
constituido principalmente por hierro, envuelto por una capa
de silicio. La fusión continúa en la superficie de
separación entre el núcleo y dicha capa, añadiendo a cada
instante una mayor masa al centro de la estrella. Para
llegar a esta fase la estrella tardó millones de años; los
sucesos subsiguientes ocurren con una rapidez mucho mayor...
Neddril detiene con irritación el deslizamiento de las
líneas de escritura. Teme que el informe sea pesado, que
nadie pueda fijar su atención en párrafos y párrafos de
texto explicativo, y que al fin el tiempo perdido resulte
inútil. Hace días que se viene rompiendo la cabeza a la
búsqueda de la forma más agradable de presentar las cosas.
La idea de editar todo en video-animación le produce
escalofríos: es un trabajo enloquecedor. Pero tal vez sea la
única forma de encarar algo tan complicado.
Se decide. Apoya la palma en su placa y dispara unos
dígitos. Al instante aparece la cara de un recepcionista de
Servicios.
Necesito ayuda del departamento de didáctica, ¿me
puede conectar con ellos?
La cara sonríe y se apresura a responder:
Un momento, por favor...
¿Qué fuego devorador brilla en tus ojos?
¿Qué fiebre de inquietud anima tu sangre?
¿Qué llamada de las tinieblas te impulsa?
¿Qué terrible hechizo has leído en las estrellas del cielo,
para que la noche, extraña y silenciosa mensajera,
haya penetrado tan secretamente en tu corazón
Rabindranath Tagore
I.
Es una voz fantasmal. Parece estar en una lucha de instantes
enfrentados, como si entre un hemiciclo y otro del sonido la
energía entrase en un abismo de muerte o congelación y el
dolor de sacarlo para afuera fuese superando poco a poco a
la voluntad.
Así y todo habla:
Estaba jugando en un patio pequeño de baldosas rojas
con bordes blancos. Vi a dos hombres vestidos con jeans y
camisa que la llevaban arrastrando de los pelos. Ella no
decía nada: miraba en silencio con los ojos agrandados.
Cuando pasaron a mi lado me miró, solamente me miró, y me
pidió perdón con los ojos. Perdón, Dios mío, me pedía
perdón. Yo no sabía qué hacer. Uno de los hombres le pegó
una patada brutal en el costado y ella gimió. Me oriné
encima, temblando contra la pared. No podía hacer nada; no
podía llorar ni gritar ni moverme. Creo que pasó una cosa,
una sola cosa por adentro de mi cabeza: una especie de roce
de arena gruesa, un dolor helado que rompía todo. Después de
eso morí. Pasaron los meses y yo estaba muerto, muerto,
haciendo cosas como una máquina, contestando sí y no, quiero
o no quiero, desde una negrura que me ahogaba...
Abre los ojos porque la angustia engarzada en esa voz
le resulta insoportable, y entonces la voz se interrumpe. El
cuarto está limpio, casi vacío. Ella lo mira con calma desde
atrás de unos ojos fríos como limo. Trata de incorporarse
pero no puede. Está inmovilizado.
¿Se siente bien?
La frase sale áspera, desagradable. Rostán no contesta:
su mente es un líquido gris que se desliza despacio hacia un
miedo animal incontenible.
¿Quiere un vaso de agua?
Rostán asiente para ganar tiempo. La mujer se levanta y
se acerca a una mesita. Compulsivamente, casi con
desesperación, estudia ese cuerpo extraño que se ha
enquistado en su realidad, como si de ese modo pudiese
exorcizar el horror de estar atrapado igual que un insecto
clavado en un cartón.
Es alta y de cabello negro. Está vestida con un mono de
color azul violáceo. Su rostro es cobrizo y más pequeño que
lo normal. Tiene una línea blanca del grosor de un lápiz
sobre la punta de una de sus cejas espesas; una cicatriz
posiblemente, aunque podría ser una marca de nacimiento. Es
un rostro interesante, con un toque de misterio. Ojos
grandes, de un marrón casi negro. No parece joven ni vieja,
inteligente o estúpida del todo. Tal vez sea hermosa, pero
la hermosura está eclipsada por una expresión constante de
amargura que brota en cada músculo y en cada gesto de sus
facciones. Se mueve con movimientos rápidos, eléctricos,
casi insectoides. En la delantera de su buzo aparece un
zigzag de un rojo furioso casi ofensivo. A Rostán no le
agrada.
Levanta la mano con lentitud, luchando con un brazo que
parece pesar toneladas, toma el vaso y bebe un sorbo. Pero
no dice nada.
¿Qué le pasa? dice ella, tratando inútilmente de
imprimir un tono gracioso a su voz ¿Se quedó mudo?
Podría ser que además de drogarme me hubiesen
arrancado las cuerdas vocales.
De pronto, en un impulso, ella estira la mano y la
apoya en la frente de Rostán.
No somos tan crueles. Ni siquiera somos un poco
crueles. Una sonrisa triste parece costarle tanto esfuerzo
que le hace torcer la cabeza. ¿Por qué lanza semejante
acusación? No lo hemos tratado mal.
¿Somos? Rostán siente una sensación muy fea en la
base de la columna; su cuerpo revive en el dolor. ¿Hemos?
Ella desliza suavemente la mano y luego la retira.
Le falta conocer a Ignazzi. Hace un gesto casi
imperceptible hacia su izquierda. El está con el profesor.
Ajá. Soy afortunado: me tocó el ángel guardián
femenino. Ella ríe. De pronto descubre que le falta un
dato: ¿Ignazzi y ...?
Julia. Prefiero que me llame por el nombre; mi
apellido es horrible.
Bien, Julia... hace un esfuerzo para levantar un
poco la cabeza y mirar la mesa que está atrás de la mujer,
¿qué es lo que estaba escuchando?
Una sesión con Macarti. Escucho las grabaciones todo
el tiempo para aclarar ideas.
¿Cómo logró que colabore?
Estaba drogado.
¿Drogado? ¿No está prohibido?
Tenemos permiso de la Tierra. Nos mandaron para
acabar con este asunto tan...
¿De la Tierra, eh? No me querrá hacer creer que los
mandan de la Tierra con la misma misión que yo. Apoyando
ambas manos logra por fin incorporarse. Julia, ¿me podría
decir quiénes son ustedes?
La mujer se inclina y lo toma con precisión de un codo,
dándole el impulso justo para ayudarlo a sentarse en el
borde de la cama. Rostán la mira sorprendido. Ella entiende
la mirada y le explica con una sonrisa: Fui enfermera.
Todavía no me contestó. Rostán no puede evitar que
sus frases salgan con una carga de resentimiento.
No sé qué es lo que se imagina, pero no somos
fantasmas ni intrusos: venimos de la Tierra.
¡Eso es imposible! Tras la exclamación, Rostán
siente una sensación de mareo que lo inunda explosivamente.
Se toma la cabeza con ambas manos, respirando con
profundidad para cortar la náusea. No pueden haber...
sigue débilmente.
Rostán interrumpe la mujer, una de las razones de
haber venido es usted, aunque no quiera creerlo. La
sonrisa es amarga. Usted no está bien.
La Tierra queda a casi un mes de viaje. Salvo que
ustedes hayan salido detrás de mi nave, sólo por seguirme,
no podrían...
Rostán se interrumpe y observa la expresión de Julia.
Hay algo que...
¿Desde hace cuánto tiempo cree usted que está aquí?
¿Qué quiere decir? Rostán ha captado una tonalidad
horrible en la pregunta, pero no quiere encontrar
implicaciones; por eso sigue discutiendo: ¿Se está
burlando de mí?
No, Rostán. La clave es esa: el tiempo. Sea real o
psicológico, hay algo que no anda bien. Usted cree que han
pasado sólo unos días, pero en realidad... Julia se frota
la cara, luchando contra algo que no quiere salir. Rostán se
estremece. ...en realidad está en la estación desde hace
casi un año.
Rostán quiere estallar, insultarla; gritarle en la cara
que es una estúpida, una idiota que no sabe de lo que habla.
Pero se queda mudo, congelado por el horror: hay algo en la
situación, en esa escena; un algo inasible pero omnipresente
que aúlla entre las circunvoluciones de su cerebro,
hablándole en medio de las llamaradas del miedo:
Estás caído, Rostán. Ese monstruo te ganó. Te ganó.
Ignazzi ha trabajado sobre Macarti durante incontables
horas, al parecer sin demasiado éxito. El profesor aún no
salió del colapso en que se hundió por inanición y exceso de
alcohol y ahora las drogas lo han volteado todavía más.
Rostán lamenta enormemente lo que le ha ocurrido al
científico. Siente que la locura es lo más terrible que le
puede pasar a un ser humano. Siempre pensó que si lo
pusieran como juez supremo y debiera elegir entre pena de
muerte o locura total para una persona, él elegiría la
muerte. La elección implica un convencimiento profundo: se
ha apoyado toda la vida en el raciocinio y la lógica, de
modo que ve a la enfermedad mental como el opuesto absoluto
de la integridad. Equipara muerte con silencio, locura con
degradación. Para él, descubrir cualquier rasgo de demencia
en su personalidad es como mirarse en el espejo y ver un
tumor creciéndole en medio de la frente. Algo horrible.
Destructivo.
Rostán tiene miedo. Desde su llegada a la estación fue
arrastrado y sacudido por el poder de ese vórtice de
irracionalidad febril en que se ha convertido Macarti. Por
varios días al fin resultó que para ellos sólo han pasado
días; la diferencia parece ser a causa de un proceso físico
desconocido que emana de la estrella fueron compañeros
involuntarios de una danza exótica; una danza silenciosa y
descendente enmarcada por la luz maligna de esa diosa del
horror que ha penetrado en sus mentes como un parásito.
Macarti está perdido; Rostán estuvo oscilando frente al
abismo: los giros de ese vals demente lo han rasgado,
desgastado y deteriorado tanto que llegó a un paso de
perderse él también.
Ignazzi que se la pasa todo el tiempo encima de su
paciente es un hombrecito huidizo de mirada culpable,
delgado, nervioso y con una peculiaridad que irrita a Rostán
toda vez que lo tiene enfrente: usa un peluquín de malísima
calidad, de color distinto al del poco pelo que le queda y
que para colmo parecería ser más grande de lo necesario, ya
que cada vez que aparece lo luce en distintas posiciones,
como si fuese una gorra deportiva en lugar de un postizo
para disimular una falla estética.
Rostán conversa mucho más con Julia que con su
compañero. Ella, que se ha convertido en su psiquiatra
privada, sostiene que está bien, que no fue afectado por la
situación como habían pensado en un principio. Sin embargo
Rostán no está tan seguro; ver a Macarti postrado de ese
modo, como un animal en una mesa de disección, le hace tanto
mal que ha perdido toda seguridad en su propia cordura.
Volví a tener pesadillas...
¿Ajá? Julia está absorta manejando una tostada con
mermelada, de modo que responde sin haber prestado demasiada
atención.
Macarti. Monstruos. Mujeres destrozadas. Globos de
sangre... Rostán se detiene a tomar aire para seguir con
la enumeración, pero Julia lo interrumpe:
No es nada malo. (Un sorbo de café y una sonrisa)
Es más; es natural. No te tendría que preocupar tanto.
Pero es que Macarti...
Julia cambia de expresión; toda mención al profesor la
ensombrece.
Macarti esta muy enfermo interrumpe, pero no sólo
por su estadía en la estación. Hay heridas mucho más
profundas y grandes en él que todo lo que yo podría...
Represión, muerte, tortura... la voz de Ignazzi
desde la cocinita suena casi metálica, como si fuese un
artefacto hogareño programado para entrometerse en
conversaciones de desayuno. Son cosas terribles para el
que las sufre en carne propia, y peores aun para los que las
vivieron a través de personas queridas... Tenía seis años;
seis años nada más. A esa edad el mundo es puro misterio,
miedo y maravilla; si te golpea, te golpea mucho peor.
No dramatices a Julia le irrita el tono tragicómico
que adopta Ignazzi para sus diagnósticos, aunque él ya
aclaró que lo hace sin querer (lo ha explicado cada vez que
estalla una discusión), que él se toma bien en serio los
problemas de su paciente y que no pretende burlarse de
nadie. De cualquier modo (aun sabiéndolo) escucharlo es
irritante, y Julia no lo puede soportar. Golpea la mesa con
la palma y agrega con bronca: Macarti está cada vez peor.
No quisiera que acabe destruido para siempre; hay que
terminar con la aplicación de drogas.
Faltan sólo un par de sesiones Ignazzi aparece con
el desayuno en una bandeja y su peluquín eternamente caído
para un costado. Después podrás tomarlo bajo tu
responsabilidad.
Rostán, como cada vez que hablan del trabajo delante de
él, se siente incómodo. Aprovecha la pausa para interrumpir:
¿Qué es exactamente lo que le pasa? ¿Por qué se
trastornó así?
Es simple Ignazzi siempre está atento a las
preguntas sobre Macarti: después de escuchar e intentar
comprender los sonidos de la estrella durante meses, terminó
relacionándolos con un drama que habita muy profundo en él.
En pocas palabras: ha instituido una relación, un esquema, y
ese esquema lo está destrozando.
¿Una relación? ¿Qué clase de relación?
Ignazzi se encoge de hombros. Julia abandona
definitivamente su desayuno, empujando la bandeja, y lo mira
con dolor en los ojos. Es profesional y eficiente, pero una
persona destruida es algo que golpea y duele y no puede ser
insensible a eso; al fin y al cabo se dedicó a su profesión
para ayudar, justamente, a aliviar dramas como aquel. Hunde
los dedos en su cabellera y se frota la cabeza, suspirando
con profundidad antes de decirlo:
La estrella, esa estrella extraña que aúlla de dolor,
es la madre. Una sonrisa amarga. Esa es la relación:
ella es la madre. La madre...
Y arriba, en el cielo, las estrellas. Nuevas.
Todas las estrellas
de este misterioso país del Dolor.
Rainer M. Rilke
II.
Es una esfera blanco tiza; está flotando en el espacio. Una
línea de luz la corta por la mitad como un cuchillo. Ambas
mitades pivotan, mostrando dos caras planas circulares. Una
de las partes se aleja en el espacio, convirtiéndose en un
punto más sobre la negrura repleta de estrellas. La otra
un círculo gris-ámbar se acerca hasta cubrir toda la
escena. En su centro aparece otro círculo más pequeño de
color rojo; dentro de él, en caracteres amarillos, se ve un
letrero: Fe HIERRO.
La estrella, que ya ha pasado por las fases de
combustión de hidrógeno, helio, neón, carbono y oxígeno
tiene una estructura de capas como las de una cebolla...
Rápidamente, mientras la voz acariciante despliega su
explicación, se van agregando anillos de colores alrededor
del núcleo: celeste, verde, gris, amarillo y blanco. Cada
uno tiene un letrero indicando la composición: Silicio y
Azufre, Oxígeno y Neón, Carbono y Oxígeno, Helio, Hidrógeno.
Cuando la figura queda completa, se separa una porción
triangular que muestra sobre uno de los radios la escala de
masas solares: 0 - 5 - 10 - 15 - 20 - 25. Unos números más
pequeños indican el contenido exacto de masa de cada zona.
La fusión se ha detenido en el núcleo, pero sigue en
la frontera entre capas...
El trozo triangular vuelve a su lugar y se funde con el
gran círculo. Sobre los bordes exteriores de cada anillo
aparece un fulgor muy blanco, que late suavemente. Entre el
núcleo rojo y el anillo de silicio el brillo es todavía más
fuerte. El círculo del centro crece con rapidez.
Una vez comenzada, la fusión de núcleos de silicio
prosigue a un ritmo vertiginoso, de modo que la cantidad de
hierro aumenta y el núcleo se convierte en una esfera inerte
de átomos supercomprimidos que tal como la materia de una
enana blanca resiste a la compresión merced a la presión
de los electrones.
La imagen se acerca de tal modo que los anillos se van
saliendo de la pantalla y al fin queda un enorme círculo
rojo rodeado de celeste que se va expandiendo hasta alcanzar
la línea de puntos que lo circunda.
La masa del interior del núcleo alcanza un valor
máximo, la masa crítica o límite de Chandrasekhar, en
aproximadamente un día. A partir de ese momento el ritmo del
colapso se hace todavía más rápido: el núcleo que se edificó
en venticuatro horas se derrumba en menos de un segundo.
En este punto de las cosas el significado de "Masa de
Chandrasekhar" sufre una transformación: lo que era la mayor
masa capaz de mantenerse por la presión de los electrones
ahora se convierte en la mayor masa que puede colapsar en
bloque...
El fondo se vuelve negro; la figura se infla hasta
convertirse en una esfera rojiza de aspecto metálico. En la
base de la pantalla aparecen unos números brillantes:
DENSIDAD 4x1011 gramos por cm3. Sobre el borde derecho
superior destella una cifra que cuenta hacia atrás a toda
velocidad: la cuenta regresiva del colapso. El sistema de
sonido emite un zumbido tenso de tono muy bajo.
El núcleo se ha convertido en un objeto único: sus
distintas regiones pueden comunicarse entre sí mediante
ondas sonoras y de presión, de modo que cualquier variación
de densidad se iguala de inmediato. Por esta razón es que la
parte interna del núcleo estelar colapsa de manera
homogénea, toda de una pieza, manteniendo su forma.
En la sala, salvo el zumbido suave del video, los
sonidos se han estrangulado en un momento de atención. La
esfera de sangre se achica poco a poco, mientras el contador
de milisegundos intenta dar una idea de la velocidad del
suceso. Hay más de mil personas pendientes de la imagen;
Neddril cree sentir la calidez de sus respiraciones
golpeándole en la nuca. Sin quererlo conscientemente, se
evade de los colores que conoce de memoria y se interna en
sus recuerdos, reviviendo el día mágico en que, mientras
charlaba con Huio, las cosas empezaron a tener sentido...
"La energía en juego es colosal", había dicho Huio cuando
conversaban sobre el colapso, y entonces Neddril, en un
chispazo de inspiración, había sentido que todo terminaba de
acomodarse.
¿Cómo controla una nave fantasma la cantidad de
energía que toma de una estrella?
Huio Tres era de un tipo antiguo, uno de los primeros
modelos que se construyeron para romper el hielo. Era cálido
y agradable; representaba a un anciano muy serio con cara de
bondad. Neddril, sin saber por qué, elegía siempre hablar a
través de él. En ese momento sonreía con tranquilidad,
asintiendo.
Veo la relación dijo.
Por favor Huio, primero contéstame la pregunta y
después vamos a la relación, ¿sí?
De acuerdo. El sistema de control de la nave calcula
el tiempo de apertura en base a un estudio previo de la
estrella. Hay un algoritmo tiempo/masa/energía. Una vez
calculado el valor entra a la estrella en estado semirreal,
o sea casi totalmente zambullida en el hiperespacio, absorbe
la energía necesaria para recargar sus depósitos a pleno, y
luego sigue el viaje. Sin este método las naves deberían
detenerse a recargar muy a menudo: el sistema híper consume
cantidades enormes de energía.
¿Qué pasaría si intentase absorber más energía de la
que puede manejar?
Huio se acomodó en el sillón; el gesto formaba parte de
una escenificación estudiada al máximo para agradar. Cuando
se habían inventado los Huio las consultas a la hipercomp
habían aumentado en un 87%. Psicología...
No puede absorber más energía; significaría su
destrucción. Los sistemas de cálculo tienen nueve
redundancias; es casi imposible que...
¿El humano puede interferir?
Sólo puede decir "sí" o "no" a la inmersión; pero no
puede cambiar ningún parámetro.
¿Y si los sistemas fallasen en el momento de la
recarga?
Es difícil decir qué es lo que pasaría, pero es casi
seguro que terminaría en una catástrofe. Claro que es una
situación que no puede presentarse de ninguna manera.
¿Y si la estrella colapsa en el preciso momento de la
inmersión?
Creo que, como le dije, entiendo la relación. Hace
unos minutos que estoy procesando los datos. ¿Me da un rato
más?
Bien. ¿Podemos escuchar algo?
¿Qué prefiere?
Pink Floyd, por favor. "Wish You Were Here" es el que
más me gusta.
De acuerdo.
Un sonido lleno de dulzura impregnó el cuarto con su
solidez de siglos. Neddril prefería la música clásica del
siglo loco a las composiciones modernas, que parecían
demasiado frías y exactas para representar sentimientos
humanos. Cerró los ojos y esperó.
Huio sonreía.
¡Dios mío, trescientos años de investigación y desarrollo
para que esa "inteligencia" escupe la palabra
despectivamente artificial nos salga con semejante cuento
de hadas! El general Deninne muestra un humor en extremo
agresivo; no se puede discriminar si está en fase Masculina
o sólo lo parece. En algunos momentos la irritación lo vence
y entonces parece perder todo control: levanta demasiado la
voz y pega puñetazos sobre la mesa. Neddril, ¿está loco?
Se derrumba en el asiento: No; no está loco. La
máquina está loca. Parece que va a ponerse razonable.
Señor, por momentos suena como algo posible...
Posible, posible... Neddril, si eso es posible
entonces todo, todo este maldito universo, es nada. Estamos
cabalgando sobre la nada. Podemos ser o no ser, estar o no
estar, y es lo mismo. Nada tiene sentido...
Neddril se queda mudo; no quiere excitarlo más. Ya
recapacitará; tomará los datos para darles un millón de
vueltas y al fin terminará llegando a la misma conclusión
que él: que es la única explicación posible, aunque parezca
una locura.
Toma su cartera de la mesa y se levanta con una
sonrisa.
Si quiere le preparo un informe detallado propone.
El general no dice nada. Hace un gesto con la mano para
indicarle que se vaya. Neddril se inclina levemente para
saludar y sale. Mientras cierra el panel ve que Deninne está
mirando de nuevo las notas.
Sonríe.
Nada había podido quedar en sus ojos abiertos.
Estaban vacíos.
Boris Vian
III.
Ella era menuda y suave y no había hecho nada malo, salvo,
tal vez, figurar en la agenda de amigos que para alguien
representaban el odio. Cuando la llevaron tenía un hijo
pequeño, un niño silencioso de ojos grandes que ya no pudo
dormir más; que después de ese día se pasaba las noches en
una silla, buscándola en las estrellas que enmarcaba la
ventana de su habitación.
Pasó mucho tiempo. Un día alguien, de pura casualidad,
la vio. Nadie supo nunca cómo llegó a Jujuy o si la dejaron
allá a propósito. Cuando ese amigo la encontró vagaba como
un animal, cubierta de una costra de tierra y sudor y se
alimentaba con cáscaras de papa y basura. No era
precisamente ella; solo quedaba una envoltura destrozada, un
simulacro externo de lo que había sido. Por dentro estaba
hecha pedazos; no hablaba, dormía todo el tiempo y cuando
tenía pesadillas gritaba de tal modo que estremecía a todos
a su alrededor.
La llevaron a su casa y la mimaron como a un bebé, pero
por más que intentaron arrancarla del infierno no pudieron
evitar el horror: a la noche llegaban los monstruos y la
volvían a torturar.
Los gritos eran terribles. El pequeño escuchaba
espantado y lloraba en silencio. Su madre se había ido; la
que habían traído no era ella. Era peor que si hubiese
muerto. Parecía estar ahí; pero no, no estaba. Lloraba toda
la noche, llamándola con gritos de silencio.
Cuando creció había alimentado en él un amor intenso
por las estrellas y los abismos. Cambió su ventana por otras
mas sofisticadas que lo acercaron más y más a ese gran amor
que lo llamaba. Y aunque el tiempo le hiciera olvidar qué,
él siguió buscando en las estrellas; buscando, buscando...
Ardiendo así sin tregua,
soportando la quemadura central
que avanza como la madurez paulatina en el fruto,
ser el pulso de una hoguera
en esta maraña de piedra interminable,
caminar por las noches de nuestra vida
con la obediencia de la sangre en su circuito ciego.
Julio Cortázar
IV.
Macarti se ha convertido en un semicadáver. Está tan
enflaquecido que podría servir perfectamente como esqueleto
para una clase de anatomía. Casi nunca habla, limitándose a
observar todo con una mirada vacía, errática. Es difícil
entablar un diálogo con él, porque la mayoría de las veces
divaga o se pone a llorar como una criatura. Pero de vez en
cuando tiene momentos de lucidez.
¡Eh! ¡Eh! la voz lejana de Ignazzi sorprende a
Rostán en medio de una de sus expediciones de exploración.
Rostán... ¡Venga!
Rostán trepa con dificultad por el cúmulo de rocas que
enmarca un lateral del pequeño paraíso reconstruido por los
seis robots que desembarcaron con Julia e Ignazzi. Lleva una
mochila llena de trozos de madera de árbol de formas
extrañísimas, pulidos por el rodar de las rocas y la arena
durante la conmoción. El peso le dificulta el avance, pero
él no se siente molesto: es parte de la idea; gastar
energías y tiempo, entretenerse para pensar lo menos
posible.
Cuando se asoma por encima de las piedras, Ignazzi le
hace gestos con un brazo.
¡Rostán, venga...!
Todas las tardes, una hora después del almuerzo, el
profesor duerme una larga siesta al sol. Ignazzi se mantiene
a su lado, cuidándolo como un perro guardián. Rostán no se
acerca nunca; un poco por recomendación de Ignazzi y un poco
porque tiene sus propios recelos; aunque siente cada vez más
necesidad de tener una charla con ese hombre caído y entrar
en su mundo de fantasmas.
Captar todos los detalles le lleva un segundo. Macarti
no está a la vista, Ignazzi está recostado en parte sobre la
reposera semivolcada y en parte en el suelo. Alrededor de él
se está formando lentamente un oscuro charco de sangre.
¡Ignazzi!
Rostán baja atropelladamente, con desesperación, y se
lanza sobre el caído. Ignazzi tiene una larga herida en la
pantorrilla derecha, por donde mana mucha sangre. De su
vientre sobresale un trozo alargado de roca, que sostiene
entre las manos. Está pálido, muy pálido. El peluquín está
en el suelo, a un lado, solitario como una araña surreal.
Ayúdeme, Rostán Ignazzi parece haber gastado sus
últimas energías en gritar para llamarlo: el ruego le sale
como un suspiro.
Rostán se apresura e intenta levantarlo. Ignazzi gime y
se toma el estómago. El trozo de piedra sobresale desde un
cráter horrible de carne rasgada. Rostán no sabe qué hacer.
Se llevó el walkie musita el herido. Llame...
llame a Ju...
Rostán no lo deja terminar. Toma su aparato y llama a
los gritos.
¡Julia, Julia! ¡Por favor!
¡Rostán! ¿Qué le pasa?
¡Ignazzi está herido! ¡Venga lo más pronto que pueda,
por favor!
Voy enseguida.
Rostán se quita el cinturón y lo ata en la pantorrilla
de Ignazzi. Tiene que evitar que siga perdiendo sangre, que
se siga debilitando.
Julia llega a la carrera y se arrodilla frente al
herido. ¡Dios mío! exclama entre dientes. Tira su
maletín sobre la reposera, aparta a Rostán de un empujón y
desparrama instrumental, aerosoles y vendajes de un
manotazo.
Rostán, sorprendido, pierde el equilibrio y
trastabilla. Al levantar la vista ve a uno de los robots que
se acerca con algo parecido a un ataúd en los brazos, como
si acunara a un bebé. Julia susurra maldiciones mientras
trabaja sobre Ignazzi. En unos segundos lo tiene dormido y
en posición horizontal y atiende la herida del abdomen.
Sutura hemorragias con toda rapidez y luego extrae
lentamente el trozo de piedra. Es un pedazo muy filoso de
cuarzo con forma de cuchillo de cocina y unos treinta
centímetros de largo. Debe haber causado mucho daño.
Rostán está aturdido. Cuando llega el robot se acerca y
toma un extremo del ataúd médico, intentando ayudar a la
máquina a acomodar la caja en el suelo. Julia se da vuelta y
le grita con furia:
¡Rostán, déjese de hacer boludeces! Ese robot no
necesita ayuda: podría levantar un edificio... Vaya a la
computadora y trate de localizar a Macarti.
Rostán corre al máximo que le permiten sus pulmones. El
shock le hizo olvidar por un instante que Macarti está
suelto. El miedo vuelve a enquistarse en su pecho, llamando
lágrimas hirvientes que le queman las mejillas. El profesor
a la deriva por la estación es lo más cercano al infierno
que se pueda imaginar: si le dan tiempo los va a asesinar a
todos.
Sin saber cómo, llega a la sala de control que montaron
cerca de la salida. En cuanto traspasa el umbral la
compuerta se cierra de golpe, como con furia, a sus
espaldas. Al mismo tiempo las luces se apagan y queda
totalmente a oscuras.
Macarti... logra susurrar a través de una garganta
agarrotada por el miedo, mientras retrocede hasta apoyar la
espalda sobre el metal de la puerta. Por favor...
Siente una respiración irregular, agitada, frente a él.
Se le erizan todos los vellos del cuerpo.
Doctor... suplica, no me mate...
Quédese tranquilo Rostán... la voz del profesor
suena como una especie de aullido lento; como el quejido de
una maquinaria que se termina de destrozar. Tranquilo y
quieto... y no le pasará nada.
Rostán espera unos segundos, estremecido de miedo.
Luego saca fuerzas de la nada y se anima a preguntar:
¿Qué pretende hacer? ¿Qué clase de idea alocada...?
¡Voy a matar a esos dos hijos de puta! escupe el
profesor. ¿Sabe lo que van a hacer? ¿Quiere que le diga lo
que estuvieron conversando?... Dicen que van a destruirla.
¡Destruirla!
Solloza convulsivamente.
Rostán está aterrorizado. Quisiera decir algo,
cualquier cosa, pero no puede. Tiene las cuerdas vocales y
los pulmones endurecidos como cemento.
¡Rostán, contésteme! ¿Entiende lo que le digo? ¡La
quieren destruir! un aullido ¡Hacerla estallar!
Macarti... doctor... tartamudea Yo no sé... de
qué habla. Yo no...
Los voy a matar. La respiración del profesor es la
respiración de un maniático; irregular, profunda, quejosa.
Rostán piensa una respuesta, pero no llega a decir
nada. De pronto se dispara una secuencia enloquecida frente
a él: se oyen ruidos de muebles que caen y en el mismo
momento se enciende una luz fuerte que lo enceguece. Cuando
puede dominar los párpados y volver a ver algo, vislumbra
detrás del cono de luz hiriente la silueta delgada del
profesor y más atrás un leve brillo de indicadores
electrónicos que se mueven como un relámpago. Hay un golpe
sordo y la luz cae y queda apuntando hacia un rincón. Un
grito. La silueta lucha contra el gigante que lo ha
atrapado. Se oyen las exclamaciones apagadas del profesor y
sus esfuerzos para librarse. Rostán se limpia el sudor que
le corre a chorros por la frente y la cara y entonces
comprende: es un robot; el profesor fue atrapado por un
robot.
Da un paso adelante en el momento justo en que la
escena se ilumina como por un flash. Ve un robot inmenso que
sostiene al profesor de los brazos con sus tenazas
poderosas. Ve el rayo blanquísimo del laser que brota de la
mano de Macarti e impacta sobre el panel delantero del
robot, que empieza a chisporrotear. Ve la cara del profesor
que se retuerce en una mezcla de expresión de sorpresa y
dolor y oye un crujido horrible de huesos. El profesor lanza
un alarido animal.
El laser ya no ilumina. Se desata un infierno de
sonidos siniestros, aullidos y gritos de dolor. Algo lo
salpica y luego lo empapa. Corre para agarrar la linterna
que soltó Macarti y siente un objeto pesado que le golpea la
espalda. Se da vuelta con la linterna en la mano y alumbra
el piso. En medio de un charco enorme de sangre ve un brazo
destrozado. Levanta el haz y ve al profesor colgando entre
los miembros crueles del robot, que avanza humeando fuera de
control y se estrella contra la pared.
Empieza a gritar.
CUATRO
Esa luz, como el sonido, se movía incesantemente
hacia afuera y hacia adentro como la marea.
Y si uno se quedaba muy sereno, iba y venía con ella,
no sensorialmente o con la imaginación;
iba, sin saberlo, fuera de la dimensión del tiempo.
J. Krishnamurti
Neddril asiste al final del informe sin prestar mucha
atención: tiene en sus manos una nota de Deninne con órdenes
de último momento. Cuando se incrementa el nivel de las
luces, el público empieza a comentar en voz baja, generando
un murmullo sólido que aumenta paulatinamente. El efecto de
las últimas revelaciones esta disparándose como una
conflagración descontrolada; muchos se acercan a saludarlo o
a aclarar dudas, pero Neddril se escapa por una puerta
lateral.
Deninne lo espera a la salida de la sala.
Estuvo muy bien felicita con parquedad.
¿Cree que entendieron todo?
Tardarán bastante en digerirlo, pero tienen una idea
general. Eso es lo más importante.
Bien, ¿y ahora?
Venga conmigo; tenemos una invitación especial...
hace un gesto y de inmediato se acerca un nogger pequeño,
sin indicaciones oficiales. En cuanto suben Deninne da una
orden y se elevan a toda velocidad. Cuando el nogger gira,
apuntando hacia su destino, Neddril comprende hacia dónde se
dirigen.
Quieren que se los explique usted mismo, con sus
palabras y en persona aclara Deninne innecesariamente.
Les gusta manejar de ese modo los asuntos importantes.
Neddril asiente.
Están en un jardín muy amplio, magníficamente cuidado,
donde las flores se extienden como el estallido de un
cuásar. El Presidente es un joven menudo, un adolescente de
unos diecisiete años que está en su función desde por lo
menos una década. Deninne espera afuera; Neddril habla sin
poder evitar un leve estremecimiento: está conversando con
un monstruo mental formado por una multitud de millones de
personas incluido él mismo, ya que se recibió de ciudadano
muy joven y viene rindiendo bien los exámenes anuales a
través del enlace gestalt y la hipercomp.
Imaginemos al núcleo en colapso como una esfera de
goma que se contrae a toda velocidad. El bloque de núcleo
que colapsa es algo muy especial. Al principio está formado
por átomos extremadamente apretados, como si fuese un
cristal gigantesco. Después, cuando la compresión crece
todavía más, los átomos pierden su individualidad y pasan a
conformar un amasijo inmenso de neutrones. En ese momento la
materia alcanza un máximo de densidad y empieza a resistirse
a la contracción a causa de que las partículas, por el
principio de exclusión, ya no pueden acercarse más. Sin
embargo el colapso del núcleo no se detiene ahí: por una
razón de elasticidad la gravitación logra comprimirlo por un
instante hasta una densidad alrededor de un 50 % mayor de lo
que se podría esperar teniendo en cuenta la naturaleza de
los neutrones. Es sólo un instante; después la esfera
vuelve, en un rebote monstruoso, a un estado más estable y
normal. Y aquí está la clave de la catástrofe: ese rebote
genera una onda sónica una onda de choque de una energía
tal que empuja al resto de la estrella hacia afuera y la
catapulta con violencia al espacio circundante, originando
el fenómeno que conocemos como supernova. Al momento en que
ese amasijo monstruoso de materia alcanza su mayor densidad
se le ha llamado el "Instante de Máximo Quebranto". Es el
instante preciso en que, por una casualidad increíble, la
nave fantasma de Gurboann abrió sus ventanas para tomar
energía. El resto de lo que les pueda decir son puras
conjeturas: para confirmarlo habrá que esperar que se genere
una física que admita paradojas... O que las solucione de
alguna manera inimaginable en este momento.
Explíquenos por favor qué pasó, según usted, en ese
instante tan especial.
Estimamos (al hablar en plural me refiero a la hipercomp
y yo) que ocurrió algo así: La materia del centro de la
estrella estaba en un estado muy difícil de comprender, un
estado momentáneo e innatural que cabe dentro de las leyes
físicas por esa única razón: su cualidad instantánea. En ese
momento la nave interacciona para efectuar su recarga: ya
saben, emerge del hiperespacio por microinstantes cuánticos
y "roba" energía del sistema. El fenómeno que se produce es
difícil de describir: al parecer la abertura hacia el
hiperespacio que manipulaba la nave actuó como un polo de
atracción (digamos toscamente "como un imán") tan poderoso
que rotó las coordenadas espaciotemporales, intercambiando
el eje temporal con un eje físico. La energía necesaria, que
es inmensa, fue provista por el núcleo en colapso. El
resultado tuvo dos facetas: por una parte que se abortó el
rebote, ya que se le "robó" al núcleo la energía que estaba
por usar para expandirse; y por otro lado la parte más
extraña del suceso: que la situación se propagó en el
tiempo, de modo que la energía que le faltó para colapsar
fue extraída desde toda la historia de la estrella, creando
un nuevo mundo. En dos palabras: la estrella nunca tuvo
energía suficiente para convertirse en supernova; una
paradoja enloquecedora que ni yo ni la hipercomp podemos
solucionar...
Todavía queda sin explicar el asunto de los gritos.
Suponemos que en el momento del colapso la nave
perdió el control de su estado fantasma y se integró con el
núcleo, que en ese estado superdenso actuó como amplificador
y quedó vibrando con los sonidos que emitía la víctima. De
algún modo esa energía se propagó también hacia el pasado y
quedó reverberando en el núcleo de hierro de la
presupernova. No se nos ocurre una idea mejor.
Es verdad que es muy extraño, Neddril... Pero suena
plausible.
Pienso lo mismo. Es un suceso raro, donde tiene mucho
que ver la sinergia y una sucesión de coincidencias muy
improbables. Pero ocurrió.
Bien, lo aceptamos. Y tenemos una idea; una idea para
jugar con las paradojas de tal modo de volver esto atrás y
recuperar a Gurboann. ¿Le interesa discutirla?
Por supuesto.
Muy bien, empecemos...
Amando, descendió a los veneros de sangre más antigua,
descendió a los abismos donde, harto de los padres,
yacía lo espantoso.
Y todo lo terrible, sin más, lo conocía,
guiñábale los ojos, parecía de acuerdo.
Hasta le sonreía lo horrendo. Pocas veces
tú has sonreído, madre, tan dulce y tiernamente.
Rainer M. Rilke
A.
Julia llora en silencio. Rostán está mudo desde que despertó
del largo sueño de los tranquilizantes. Los dos ataúdes
médicos están atados a las paredes laterales del
transbordador; ambos trabajando a pleno según se puede leer
en las pantallas de monitoreo. Los paneles del piloto
muestran la imagen de la estación achicándose lentamente.
Rostán juega distraído con los recortes del profesor.
Primero los coloca en hileras sobre la mesa y se queda
hipnotizado comparando las tipografías variadísimas que la
impresora ha reproducido con fidelidad increíble a partir de
los libros originales. Luego, eligiéndolos por tamaño, los
acomoda formando figuras regulares o pequeñas pilitas de
alturas idénticas. Cada tanto toma un papelito al azar y
relee versos o párrafos enteros. Algunos, al haber sido
extraídos de su contexto original parecen casi sin sentido,
aunque siempre contienen alguna referencia a estrellas,
dolor, soledad, sufrimiento, llamadas lejanas, llanto...
Otros adquieren un significado del todo diferente al que su
autor eligió al escribirlos; así aislados y en medio de la
situación que han vivido se trasmutan mágicamente y parecen
escritos a propósito para su recopilador.
Desgraciado, ¿no estás loco? ¿No te engañas a ti mismo?
recita Rostán en voz baja, sólo para sí. ¿Adónde te
conducirá esta pasión indómita y sin objeto? se estremece
levemente. No hago más oración que la que le dirijo a
ella; ya no cabe en mi imaginación otra figura que la suya,
y todo lo que me rodea no lo veo sino con relación a ella...
De pronto suena una serie de tonos musicales y el
indicador de comunicación del ataúd se pone celeste. Linea
abierta.
Rostán se levanta. El soldado que está en la litera de
al lado apoya una mano en su brazo, pero luego, ante la
mirada de Rostán y el gesto de asentimiento de Julia la
retira y sonríe. Rostán se acerca al ataúd y acaricia con un
dedo el panel superior. El profesor yace dentro del
artefacto con el cuerpo casi totalmente cubierto de
instrumental y espuma reconstituyente. Su cara parece la de
un místico alcanzando el satori en medio de un ayuno. Tiene
el cabello largo y gris, los ojos hundidos perpetuamente
húmedos de lágrimas y las mejillas descarnadas y muy
pálidas. Mira hacia adelante con una fijeza sobrenatural,
como si estuviese viendo algo vedado para los mortales. Las
lágrimas se deslizan lentamente, en un flujo imparable.
Macarti... susurra Rostán ¿Me oye?
Los ojos líquidos giran y lo encuentran.
Usted la voz parece venir desde un abismo. Fue
usted.
No profesor, fue un robot el recuerdo despierta un
escalofrío lento en la espalda de Rostán; había un robot
vigilando la sala de control. Cuando usted quiso activar la
autodestrucción se puso en marcha un programa de defensa. No
debió dispararle, el láser dio en los circuitos motrices y
los servos quedaron fuera de control... Fue terrible. No lo
podíamos parar.
El profesor cierra los ojos y frunce la cara de dolor.
De pronto trata de levantar la cabeza, abriendo sus párpados
al máximo...
Ignazzi... ¿Cómo está Ignazzi? pregunta con
ansiedad.
Está casi recuperado. Viene con nosotros.
Macarti lucha un instante con los brazos acolchados del
ataúd, que lo sostienen como una madre protectora,
defendiéndolo de los arranques de la locura.
Rostán, por favor, se lo ruego por lo que más quiera,
no la destruyan... gime con un esfuerzo que le hincha las
venas de la frente. ¡Que no la destruyan! Ella está ahí,
lo sé.
Rostán hace un gesto hacia Julia y ella se acerca de
inmediato.
Profesor explica, secándose las lágrimas mientras
intenta dibujar una sonrisa en su rostro agotado, no la
van a destruir. Aunque quisieran no pueden hacerlo; no
existe la tecnología necesaria. No se preocupe más, por
favor... Lo que usted nos escuchó comentar fue un mensaje de
la Tierra en el que nos informaban que detectaron una
estrella que emite...
Otra... otra estrella gime Macarti. Otra más.
Sí profesor; sé que leyó el listado con el mensaje y
me alegra que pueda entenderlo. Ignazzi y yo hablábamos de
lo que esa estrella parece estar emitiendo. Esta vez no son
gritos... es un mensaje. Nos dice que destruyamos a FSN 717.
Macarti cierra los ojos y se queda en silencio. Por un
momento parece que se quedó dormido, pero luego los vuelve a
abrir y mira fijamente a Rostán.
¿Profesor?
Rostán susurra desde su abismo. Fue usted,
Rostán. ¡Usted!
Rostán siente una angustia terrible que le oprime el
pecho. No puede decir nada; se da vuelta y se queda en
silencio, aplastado por la tristeza, sintiendo las lágrimas
que brotan como fuego y se deslizan lentamente hacia el
suelo.
Las cosas visibles para tu ojo, oh brahmán,
están en llamas.
Las cosas audibles para tus oídos
están en llamas.
Buda
B.
Deninne se resiste a la idea.
No entiendo, ¿se puede prever la explosión de una
supernova?
Con una observación muy intensiva y detallada, tal
vez sí. Pero la idea no es esa; pensamos que se podría
sumergir una nave fantasma robotizada en una presupernova
para robar la última energía que sostiene el equilibrio de
fusión y así catapultar el colapso. Esta nave sería seguida
por una segunda, que un tiempo exacto después entraría en el
núcleo en estado semirreal y, como pasó con FSN 717,
absorbería el rebote. Lo importante es que la nave emita un
mensaje de audio en el momento preciso. Y que ellos lo
escuchen.
¿Al intervenir en el pasado no podríamos causar una
dislocación de nuestra realidad?
No lo sabemos. El futuro que corresponda a ese pasado
puede que no sea este, y no sé qué puede pasar con nosotros.
Pero creo que el efecto del suceso FSN 717 en la realidad ha
sido casi nulo; aunque si no fue así no sé cómo podríamos
saberlo. Hay otra posibilidad: que, al ser posible
intervenir en el pasado, de algún modo nuestro universo ya
tenga incluidos los cambios. Sería un efecto de propagación
de la información tan extraño como los de los experimentos
de física cuántica, pero no es imposible. Además, podríamos
tener a Gurboann de vuelta con nosotros. Tal vez valga la
pena...
Deninne se queda pensativo unos segundos, dudando, pero
el poder de la idea finalmente lo vence:
De acuerdo; vamos a hacerlo.
Sí; yo no soy otra cosa que
un peregrino en el mundo.
¿Y tú? ¿Eres algo más?
Goethe
C.
El silencio avanza en ondas, se vuelve explosivo. Ante la
pared hay un hombre agazapado, todos sus músculos en
tensión, arañando el papel. Frente a él, en el profundo
entorno de soledad, sólo hay fantasmas de dolor y de muerte.
¡Dios santo! ¿Qué le pasa?
Vive en un infierno.
Pobre tipo, parece estar bastante mal.
Es un viejo muy duro; hace diez años que se está
muriendo...
¿Pero qué es lo que ve?
No sé qué es, pero debe ser espantoso. Tiene una
obsesión terrible. De día lo vive; de noche... lo sueña.
Ante la ventana hay un hombre agazapado, todos sus
músculos en tensión, arañando el metal. Frente a él, en el
profundo entorno de negrura, una pequeña mota de luz se
transforma en un globo brillosísimo que crece cegadoramente
hasta terminar desgarrándose en jirones de nieve.
Hay un jadeo. El hombre cae de rodillas con un inmenso
sonido de angustia brotando de su pecho.
Adiós Sirena.
Es sólo un susurro, una explosión lenta de dolor que
apenas tiene fuerzas para salir.
El universo se desgarra; ya nada tiene sentido. Todo
acaba.
Sollozos. Dolor... Silencio.
Sólo silencio.
Fin del boletín, gracias por leerlo.