home
***
CD-ROM
|
disk
|
FTP
|
other
***
search
/
Spanish Scene 2
/
SpanishScene2.iso
/
VARIOS
/
RELATOS
/
DIR_ISO_VARIOS
/
fuerza.txt.ISO
< prev
next >
Wrap
Text File
|
1997-02-13
|
27KB
|
461 lines
----------------------------------------------------------------------------
Boletin de El Libro de Arena
Tema: Relato de Ciencia Ficción
Puesto o actualizado el 16 de agosto de 1990
----------------------------------------------------------------------------
Fuerza de ocupación
Carlos Gardini
Sin embargo estaban bien muertos. Los pinchamos, los golpeamos,
los pateamos, pero no se movían. El viento frío, cortante, les hacía
flamear los uniformes destrozados, nada más. Lamparones de sangre ma-
rrón tachonaban la nieve. A lo lejos se extendía el mar gris.
Me habrá parecido se disculpó el Pecoso, tímidamente. Hu-
biera jurado que algo se movía.
Aquí no hay más que fiambres dijo el Negro.
Eché una ojeada alrededor. Arboles achaparrados, nieve sucia, ro-
cas chatas. Aparentemente no había ningún lugar donde cubrirse. Y si
lo hubiera ya nos estarían baleando, pensé.
Todos miraban al Pecoso con caras sobradoras, era un alivio tener
un chivo expiatorio en medio de la tensión, en esa larga pausa de si-
lencio después de los primeros combates.
Sardanelli, sin escuchar las risas, examinaba los cadáveres con
un interés que me llamó la atención. Calculé que a éstos, por el ta-
maño de los orificios de bala, por la inclinación de las muescas en la
roca, los habrían matado nuestros helicópteros. Esos muchachos a veces
hacían las cosas bien, colaboraban con la limpieza.
¿Usted que opina, doctor? le pregunté, medio en broma.
Sardanelli cabeceó, carraspeó, cabeceó de nuevo.
Están muertos declaró con solemnidad, como quien descubre
algo que nadie vio antes.
Todos se miraron encogiéndose de hombros, guiñándose el ojo. Otro
chivo expiatorio.
Me quedé mirándolo, esperando una explicación, o una ocurrencia.
No podía permitir que un oficial médico quedara en ridículo.
Y bien muertos insistió Sardanelli, volviéndose hacia el
mar. Eso es lo peor.
No le pude sacar una palabra más. Llamé al Pecoso con una seña.
Tampoco podía dejar que el chico se me viniera abajo. Quedábamos
quince, cada uno era valioso a su manera. Lo peor había pasado, sólo
faltaba limpiar la isla para oficializar la ocupación, pero ninguno de
nosotros las tenía todas consigo. Estábamos inquietos, nerviosos, como
recelando de algo que se respiraba en el aire. Casi podía entender que
el Pecoso hubiera visto cosas que se movían.
Juntá tres o cuatro hombres y buscá un buen lugar para pasar la
noche le ordené amistosamente. Si ves algo que se mueve, avisá,
que no te entre la vergüenza. A ver si va en serio y nos liquidan a
todos porque te quedaste callado. Le guiñé el ojo y le palmeé el
brazo. El chico rió desganadamente, los otros soltaron la carcajada.
Esa noche, en la carpa, estudié el mapa con Sardanelli. Tabletea-
ban ametralladoras en las montañas, ráfagas secas que se perdían en el
viento.
La isla es prácticamente nuestra dije. La Segunda Sección
ya tendría que estar en esta zona señalé con el puntero, y encon-
trarse con nosotros aquí en unos días. Después nos reuniríamos aquí
con la Cuarta y la Quinta. Hace una hora confirmaron que la Tercera
quedó prácticamente liquidada después del desembarco.
Ahora estamos solos suspiró Sardanelli, como pensando en otra
cosa. A veces tenía ese aire despistado, pero Sardanelli había ayudado
a bien morir a muchos hombres, y quien más quien menos le teníamos
respeto. Nadie le da importancia a esta isla de mierda...
Me arrancó el mapa de las manos.
Nadie le da importancia, pero fíjese lo que podría significar
como cabeza de puente. Señaló vagamente las otras islas, la tierra
firme. Y ahora nos dejaron solos. Nos apoyaron durante la invasión,
ahora concentran el material aquí y aquí. No tenemos ayuda de nadie.
Somos nosotros y esos tres helicópteros.
Dos le aclaré. Derribaron otro más. Me llamaba la aten-
ción el arranque de Sardanelli. El doctor era hombre de callar y a-
guantarse, no de esos maricas que cuando les entra el miedo sólo saben
culpar a los de arriba en vez de darle duro y salir adelante. Sardane-
lli echaba las culpas, pero después, en la cara, y sin pelos en la
lengua. Mientras tanto nos cuidaba a todos como un padre, y era capaz
de operar a un herido bajo el fuego graneado sin que le temblara el
pulso. De todos modos añadí con cautela, la isla está práctica-
mente tomada. Aquí no queda mucho por hacer, salvo un poco de limpieza
y cuidarse el pellejo. Algunos focos de resistencia...
Focos... repitió Sardanelli, entrecerrando los ojos como si
tuviera la palabra entre el índice y el pulgar. Páseme un trago de
eso. Necesito aclararme las ideas. Señaló mi cantimplora. Confieso
que me sorprendió. Nunca lo había visto beber, ni siquiera el aguar-
diente de las raciones, pero mucho menos sabía que él estuviera al
tanto de mis escapadas. Por el tono, sabía que no era agua. Sardane-
lli, como siempre, se las traía.
¿Qué ideas?
Ese Pecoso... ¿es buen soldado, no?
¿Usted dice por lo de hoy? Sí, es bueno. A veces se afloja un
poco, lo vi llorar cuando mataron a Morales, pero en todo caso eso ha-
bla bien de él. No se puede pedir que la gente no tenga sentimientos.
La tensión, esas cosas, no creo que tenga importancia...
Sentimientos... murmuró Sardanelli. Yo creo que sí tiene
importancia. No sé si el hombre habrá visto algo de veras, pero hace
tiempo tengo una sospecha, un pálpito, y esto me dio que pensar...
Esos hombres estaban muertos...
No contesté. Me pareció que la tensión también estaba afectando a
Sardanelli, siempre tan compuesto y sereno.
¿Se da cuenta de lo que digo? insistió. Muertos. Hay que
investigarlos.
¿A qué se refiere?
Me refiero... Veamos, ¿qué es para usted un buen soldado?
Qué se yo... Uno sabe cuando alguien es buen soldado... Nunca
pensé en definirlo. Disciplina, coraje, abnegación...
Subordinación y valor rezongó Sardanelli. Vea, yo le expli-
co qué es un buen soldado: alguien a quien le fijan un objetivo y lo
cumple cueste lo que cueste, o intenta cumplirlo. Aunque le rompan los
brazos, lo volteen, siempre adelante...
Como una máquina dije sin convicción. El viento sacudía la
lona de la carpa. Se oyeron más tableteos en las montañas.
Usted lo ha dicho. Una máquina. El soldado ideal es una máquina
de matar. Claro, ideal si la máquina es barata.
Supongo que sí. Pero no lo entiendo.
Espere, déjeme pensar. Necesito tener las ideas claras, bien
claras. Bebió otro sorbo de ginebra. Mire, no sé por dónde empe-
zar, pero si empiezo por el medio, no por el principio, lo demás se va
a ir enhebrando solo. Sí, enhebrando, ésa es la palabra. Se lo diré
sin más vueltas. Una máquina ideal, barata, es un cadáver. Y además,
nadie espera que un cadáver lo ataque.
¿Un cadáver?
Oigame bien, hombre. Esto es serio. La cosa sería así: se ins-
tala un mecanismo electrónico en el cerebro, una pieza de este tamaño
acercó el pulgar al índice, no, más chica. Un cerebro, pero más
chico que el cerebro. Más rápido que el cerebro. El hombre ignora que
se lo instalaron, por supuesto. Cuando lo liquidan, el mecanismo entra
en funcionamiento y se las arregla como puede con el cuerpo que le
tocó en suerte. Cuanto menos despedazado esté el cuerpo mejor, claro.
Sacudí la cabeza.
Me toma el pelo, doctor.
No, hombre, le hablo en serio. Yo entiendo algo de estas cosas.
Hace rato que los americanos y los rusos están experimentando con eso,
estoy casi seguro. Leí cosas parecidas. No me distraiga, necesito hi-
lar bien las ideas, enhebrarlas...
¿Pero ellos...?
A ellos se lo vendieron, naturalmente. Lo tienen y aquí nos es-
tán usando para probar el arma. Le digo que esta isla de mierda es muy
importante, y ese método de resistencia es ideal: usted toma un lugar
aparentemente indefenso, se instala cómodamente, y cuando tiene el cu-
lo bien asentado, bam, viene el Pecoso y le dice: vi algo que se mo-
vía. Una sólo encuentra cadáveres, y nadie le lleva más el apunte a
ese loco. Pero la tensión existe, el rumor corre, los soldados se a-
sustan, piensan que son zombis o algo así...
¿Que son qué?
Zombis, ¿nunca fue al cine?
Mascullé que no le había entendido bien la palabra.
No me distraiga ahora dijo el doctor, estos son apuntes
mentales, posibilidades. Hace tiempo lo sospechaba. Pero esos cadáve-
res...
Esos estaban bien quietos.
Estaban. A lo mejor el circuito funciona intermitentemente, con
el propósito de que uno se descuide. Desorientar al enemigo. A lo me-
jor no todos los cadáveres lo tienen instalado, y el que vio el Pecoso
huyó. A lo mejor esos lo tienen, pero arruinado. Es un riesgo que se
corre. De cada diez hombres, sólo dos o tres quedarán en condiciones
de combatir después de muertos. Un cálculo. La guerra se basa en cál-
culos.
¿Lo dice en serio?
Me alcanzó la ginebra.
Tome un trago dijo. Le va a hacer falta.
A la mañana siguiente Sardanelli se encerró en su carpa y dio ór-
denes de que nadie entrara menos yo. Pidió que le llevaran los cadáve-
res, uno por uno. Los hombres esperaban, tensos. No les gustaba que
hubiéramos detenido la marcha, pero aprovechaban para descansar. De
vez en cuando se oía el paleteo de lo helicópteros entre las colinas
rocosas, disparos, explosiones.
Parece mentira que todavía sigan peleando en vez de rendirse
comentó el Negro, fumando un cigarrillo.
Ajá dije.
¿Esperarán refuerzos, o algo así?
No pueden llegarles de ningún lado.
¿Qué hace el Sardo con los fiambres?
Secreto militar, soldado. Usted vigile rezongué, aceptándole
una pitada.
Noté que todos querían seguir adelante, llegar cuanto antes al
lugar de encuentro. El silencio, las ráfagas de ruido en el silencio,
agudizaban el miedo y la soledad.
Nos pusimos en marcha al caer la tarde.
Nada me comentó en voz baja Sardanelli, mientras caminába-
mos. Nada de nada. Les rebané los sesos de aquí para allá, pero na-
da. Tienen que estar en alguna parte. Tengo que encontrarlos. Tenemos
que avisar a los otros grupos.
Pero no podemos avisar sin pruebas...
Claro que no. Nos tomarían por locos. ¿Se cree que no he pensa-
do en todo?
¿Pero si no hay nada?
Si no busco cómo voy a saberlo. Pero tiene que haber, estoy más
seguro que nunca. Al menos a ésos no los dejé en condiciones de fun-
cionar. No nos atacarán por la espalda.
A la mañana siguiente encontramos un puesto enemigo, un nido de
ametralladora en una caverna que daba a una saliente rocosa. Los mu-
chachos quisieron ofrecerles la rendición, pero les recordé lo que ha-
bía pasado con Morales, el oficial que estaba originalmente al mando.
Morales siempre defendía la paz, la rendición, los prisioneros, y con
su bandera blanca se había ganado un bien merecido descanso. Dije que
no quería prisioneros.
Hizo mal me dijo más tarde Sardanelli, cuando habíamos tomado
posiciones y estábamos en medio del tiroteo. Mejor prisioneros que
muertos.
Tomamos el nido, pero nos liquidaron tres muchachos. Después Sar-
danelli usó la caverna como laboratorio.
¿A qué está jugando el carnicero? dijeron los muchachos, en-
tre indignados e indiferentes.
Les está haciendo la autopsia bromeó el Negro, para ver si
los mataron las balas o el susto.
Lo notable es que en realidad no les importaba. Simplemente lo
tomaban como una manía de Sardanelli, una manía nueva que no le ha-
bíamos conocido antes. Pero el hombre sabía curar a sus heridos, y
ayudaba a morir a los que no curaba, y todos le teníamos respeto.
Cuando entré en la caverna sentí ganas de vomitar. Es curioso,
uno se acostumbra a ver de todo y como si tal cosa, pero esta mutila-
ción prolija, deliberada, era más fuerte que yo. Sardanelli tenía el
delantal sucio de sangre, coágulos, trozos de cerebro.
Nada protestó.
Me parece que tendrá que renunciar a su teoría.
¿Renunciar? Al contrario, esto la confirma. Ya se me están
aclarando las ideas, ahora sí. ¿Quién iba a meter un cerebro artifi-
cial en el cerebro? Sólo a mí se me ocurre.
¿Y dónde iban a meterlo?
En cualquier parte, hombre. En la pierna, en el estómago, en
las pelotas.
¿Pero cómo funciona?
Qué sé yo cómo funciona. Soy médico, no ingeniero. Pero sería
algo así, permítame enhebrar... Yo al principio pensé en un aparato
que reactivara el cerebro muerto, que usara sus impulsos para gobernar
el cuerpo, el flujo y reflujo de la vida, ¿soy claro?
Temo que no.
Mírese bien. Todo usted es flujo y reflujo, por eso vive. La
sangre fluye y refluye, la comida fluye y refluye, el agua fluye y
refluye, el semen fluye y refluye. Cuando no hay más flujo ni reflujo,
o cuando hay más reflujo que flujo, o cuando hay más flujo que reflu-
jo, kaputt. Bien, el cerebro controla el flujo y el reflujo. Cuando
deja de controlarlos pasa una de las dos cosas que mencioné en último
lugar, y en consecuencia la primera, y en consecuencia, blup, usted
vomita el alma. Sí, hombre, por acá dijo, señalándose la boca, no
ponga esa cara de estudiante de medicina.
»Pero eso no importa. Sólo tengo que organizarme las ideas. Vea,
usted puede controlar esos impulsos desde cualquier parte del cuerpo.
¿Por qué cree que tenemos el cerebro, aquí en el último piso? Un pri-
vilegio de la especie, es el penthouse de la anatomía, como quien di-
ce. En cambio un artrópodo tiene el cerebro alrededor del conducto
digestivo, ¿soy claro? Pero un cerebro artificial... usted lo pone
donde quiere. Un lugar distinto en cada cadáver. Tendría que buscar
marcas de microcirugía. Algo...
En éstos no encontró nada...
Tengo que encontrarlas.
¿Pero está seguro?
Es una sospecha, hombre, le dije de entrada que era sólo un
pálpito, pero con mis pálpitos le salvé la vida a más de uno, y le
ahorré sufrimientos a otros tantos. Uno ve cuando alguien está por
vomitar el alma y ya no hay nada que hacer. En fin, le aseguro que no
pararé hasta encontrar lo que busco. No quiero que un muerto me balee
por la espalda.
Esa noche nos notificaron por radio que la Sección Cuarta estaba
prácticamente liquidada. La Quinta estaba sin radio, pero los helicóp-
teros la habían localizado en un despeñadero y tratarían de mantener-
nos informados.
¿Ve lo que digo? exclamó Sardanelli. Ya tendríamos que ha-
ber llegado todos al punto de reunión. Tanta resistencia es inexpli-
cable.
Es cierto que hubo un error táctico concedí. Nos largaron
aquí pensando que consolidar las posiciones después de la invasión
sería cosa fácil. Pero nos están diezmando.
Claro, nadie contaba con cadáveres-soldado. Esos helicópteros
tendrían que estar recogiendo los muertos del enemigo para quemarlos.
Tal vez si avisara... dije, no muy convencido.
¿Sin pruebas? Nos tomarían por locos, ya le he dicho. Además
esos aparatos andan cortos de combustible hasta que recibamos más
apoyo. No se arriesgarían a paseos inútiles. Qué situación increíble.
¿Llegó a alguna otra conclusión?
Lo que le dije hoy. Los circuitos se instalan en cualquier par-
te del cuerpo. Registran la irradiación de ondas cerebrales. Cuando
dejan de captarlas, se activan y pasan a dominar el cuerpo por control
remoto, sin cables ni conexiones de ninguna especie. La activación no
implica actividad inmediata: quizá estén programados para iniciar ac-
tividad bélica en dos horas, o dos días después de la muerte, quizá el
funcionamiento sea intermitente. Opino que todos los cadáveres los
tienen. Algunos quedan inutilizados al morir, ya porque el destrozo
del cuerpo es excesivo y no hay nada que controlar, o bien porque el
circuito mismo quedó fuera de servicio por la misma causa que provocó
la defunción. ¿Me sigue?
Cabeceé, aún con cierto escepticismo. A lo lejos, entre la rocas,
se oyeron unos disparos.
¡Pero es sólo una teoría! estallé de pronto.
Sardanelli el Sardo, como le decían los muchachos me miró co-
mo un profesor defraudado.
Hipótesis corrigió. Por ahora es sólo una hipótesis. Hoy
hipótesis, mañana teoría, pasado verdad... Pero para eso hay que bus-
car. Nadie prueba nada si no lo busca, o casi nadie.
»Pero no me interrumpa el flujo de las ideas. El mecanismo se
instala sin que lo sepa el usuario. Ese es el golpe maestro, militar-
mente hablando. Se puede aplicar por igual a generales y soldados ra-
sos, pero los únicos que saben cuál es la verdadera función de esa
gente están detrás de las líneas, jugando una partida azarosa. Nadie
cuenta con partidas azarosas. La guerra se basa en cálculos, o en
riesgos calculados. Pero aquí no hay nada que calcular. Los mismos
usuarios ignoran cuál es la misión que verdaderamente les asignaron.
Se envían pocas tropas, es más que suficiente, porque así el enemigo
se engaña en cuanto a su eficacia. Su eficacia es atacar por la espal-
da... en fin, tengo que organizar mejor las ideas, pero ya va saliendo
algo. Generales y soldados, partida azarosa... tengo que madurar este
punto, en algo me estoy contradiciendo. Como el aparato va en cual-
quier parte del cuerpo, y es pequeño, se puede instalar en una opera-
ción relámpago. Poco tiempo, anestesia, borrado parcial de memoria,
drogas, usted me entiende. Y al mismo tiempo entorpece al enemigo la
tarea de encontrarlos y tener pruebas. Nuestro caso. Máquina destruc-
tiva más guerra psicológica, todo en uno.
Pero se supone que nadie los buscaría. Es un secreto.
No se supone nada. Alguien podría sospecharlo, y aquí tiene un
buen ejemplo dijo apoyándose el pulgar en el pecho. La información
es vida, fluye y refluye. Pero nadie me creería oficialmente, si a eso
se refiere. Se cuenta con eso, la ignorancia del enemigo, la reticen-
cia para aceptar lo insólito, para enhebrar datos nuevos en contextos
familiares. A los que saben, a los científicos, nadie los tiene en
cuenta. Es un destino triste, pero hay que afrontarlo suspiró con
aire quijotesco.
A la mañana siguiente, mientras esperábamos en una pendiente ne-
vada la llegada del helicóptero con pertrechos y Sardanelli seguía
trabajando en su caverna, el Pecoso se me acercó tímidamente.
Quería hablarle murmuró.
¿Por lo del otro día? le contesté con voz paternal. Quedate
tranquilo.
Sí, es por lo del otro día, pero...
A cualquiera le pasa, hombre. Viste algo, en fin... nadie salió
perjudicado. Peor hubiera sido lo contrario. Todos estamos tensos.
No es eso lo que me preocupa, es otra cosa.
Hablá.
No sé... después de lo que pasó, el doctor se puso a hacer co-
sas con los cadáveres... No sé si tiene algo que ver con lo que yo vi,
con lo que me pareció haber visto... Yo en realidad pienso que no vi
nada. La tensión, como dice usted... Pero eso no importa. Son los ca-
dáveres.
¿Sí?
Bueno, entiendamé. Yo comprendo que no haya tiempo de enterrar-
los, de hacer las cosas como corresponde, de enviarlos a su patria.
Pero presiento que lo que está haciendo el Sardo, digo el doctor, no
es cristiano, ¿entiende? Comprendamé, yo no discuto las órdenes de na-
die... sólo que, bueno, peleamos por principios, verdad, y si uno no
defiende esos principios... Mi madre, si supiera esto...
El sabe lo que hace. No olvides que además de médico es oficial
del ejército. Ante todo es oficial del ejército.
Pero esto no es cristiano. Disculpemé, pero yo quisiera hacer
llegar mi disconformidad cuando todo esto termine. Uno pelea por prin-
cipios.
Le di una palmada en el brazo y le murmuré de acuerdo. Pensé que
con suerte todo esto terminaría pronto para el Pecoso, si las cosas
seguían así, y no podría hacer llegar ninguna disconformidad a nadie.
Aun así me dejó preocupado.
El helicóptero se hizo esperar, pero llegó. Descargó las cajas
desde el aire y se llevó a uno de nuestros muchachos, herido en la
última escaramuza. Para los cadáveres no había tiempo, lugar, ni com-
bustible. Nos informaron que era el único aparato que quedaba como
enlace entre los grupos de avanzada y la cabeza de playa. El otro ha-
bía desaparecido el día anterior en el extremo opuesto de la isla, y
no habían encontrado los restos. No había ninguna contraorden. Tenía-
mos que seguir la marcha hasta el punto de encuentro con la Segunda
Sección.
Después fui a la caverna para ver a Sardanelli. Se había pasado
la noche en vela desollando cadáveres. Parecía haberse ensañado más
que nunca. Los había descuartizado hasta reducirlos a pulpa. Le comen-
té lo del Pecoso.
Podemos meternos en líos si esto trasciende le dije con se-
riedad. No me opongo a que usted investigue, pero...
Pero si descubro algo nos condecoran, hombre. Y salvamos el
pellejo. El doble argumento era irrebatible.
A mediodía reanudamos la marcha cuesta arriba. La nieve estaba
blanda, el viento nos pegaba en la cara. Uno de los muchachos rodó en
la pendiente y se partió la crisma contra una piedra. Al final del as-
censo llegamos a una especie de meseta pequeña protegida por dos pare-
des verticales. El viento entraba por la grieta entre las dos paredes
como por un corredor. Aullaba, y a veces nos traía, como siempre, el
eco de tiroteos lejanos. Consultamos el mapa con Sardanelli.
Falta menos dije con optimismo.
No se equivoque, hombre. Recuerde que aunque hayamos cubierto
la isla ellos seguirán acechando. Aquí avanzar es retroceder. Cuanto
más territorio tenemos, cuantos más enemigos bajamos, peor es. Hasta
que no encuentre lo que busco, estamos en una trampa.
Tuve que darle la razón. La limpieza de la isla se había compli-
cado sin ningún motivo aparente, y al menos Sardanelli tenía una ex-
plicación, y la explicación tenía su lógica.
Al caer la tarde mi depresión había llegado al colmo. Un franco-
tirador nos había baleado desde la pared rocosa. Lo habíamos elimina-
do, pero nos dejó dos muertos y dos heridos. Uno de los heridos, la-
mentablemente, era Sardanelli; incapacitado como estaba, no pudo aten-
der al otro, que murió a las tres horas. Pero lo que más me preocupaba
era Sardanelli mismo. era el único que tenía una clave, y al mismo
tiempo una justificación para la demora de nuestro avance. Para peor,
el Pecoso había sobrevivido. Pedí el helicóptero por radio, pero me
avisaron que no podrían enviarlo enseguida porque lo necesitaban en
otra parte.
Sardanelli, acostado junto al fuego, los ojos vidriosos, descan-
saba. A lo lejos, en las montañas, retumbaban los tiroteos. El viento
hacía temblar las llamas de la fogata. Tiritábamos.
¿Oye eso? susurró Sardanelli. Mi réquiem.
No hable, doctor, descanse.
Es inútil, hombre. Siento el reflujo... tiene más ímpetu. El
flujo está cediendo. No contaré el cuento.
Cállese, no se agite.
No sea imbécil, le digo que siento el alma aquí en la boca.
Tiene que escucharme, hombre. Estuve pensando, organizándome las
ideas. Atienda, esto es muy importante. No hubo ningún error táctico,
ni hay juego azaroso. No nos mandaron al muere. Es decir, sí nos man-
daron, pero es diferente.
Le tapé la boca con delicadeza. Sardanelli me escupió.
Le digo que me deje hablar jadeó. Pronto se me irá el alma
y no tendré nada que decirle. ¿No se da cuenta? La isla está bien de-
fendida, muy bien. Ellos saben lo que vale esta isla de mierda. Y los
nuestros también.
¿Bien defendida? ¿Entonces su teoría no cuenta?
Claro que cuenta. Cuenta más que nunca. Estuve pensando en de-
talles. Antes consideraba a los cadáveres como muertos pensantes, ¿en-
tiende? Pero cualquiera se da cuenta de que eso es ir demasiado lejos.
Son zombis, literalmente. ¿Pero como distingue un cadáver ambulante al
enemigo? Tiene percepción, claro, pero una percepción borrosa, como
empañada. Sin enhebrar, si usted me entiende. Yo ya casi soy cadáver,
y sé lo que le digo. Dígame, ¿un cadáver cómo sabe a quién tiene que
matar?
Sacudí la cabeza.
No tengo idea.
Yo le explico. No sabe a quién. Mata y se acabó. El circuito
detecta ondas cerebrales a distancia, distingue lo vivo de lo vi-
vo-muerto, distingue entre el flujo regular, rítmico, de lo artificial
y el flujo espasmódico de lo vital. En otras palabras, mata todo lo
que está vivo... todo. ¿Vio que aquí no hay pájaros, ni bichos?
La isla, si me permite, es un poco árida. Que yo sepa...
Usted no sabe nada, hombre. Mata todo lo que está vivo, le di-
go, y matando se reproduce. O sea que la isla es nuestra. Porque des-
pués que yo vomite el alma, es posible que lo estrangule a usted con
estas mismas manos, y usted a su vez... ¿Me entiende?
Creo que no.
Quiero decirle que no son ellos, hombre, somos nosotros.
Pero usted nunca encontró nada balbucí, aunque no me gustaba
contradecir a un moribundo.
Precisamente por eso no encontré nada, porque somos nosotros.
Nunca revisé a nuestros muertos. Escúcheme bien, somos pocos. Cuantas
más bajas tenemos, más posibilidades de ganar.
Sacudí la cabeza.
Piense lo que quiera, pero escuche. Los circuitos deben tener
una duración determinada, digamos diez días, dos semanas. Cuando se
desactiven, sólo habrá cadáveres en la isla. Cadáveres en serio, bien
muertos. Y ocuparla será un paseo. Además, de ese modo nadie sabrá
nunca nada. Es el arma perfecta: una máquina de destrucción barata que
calla su propio secreto, todo en uno. Todavía me falta organizar algu-
nas ideas, pero cada vez es más claro. Hágame caso, queme mi cadáver y
los de los muchachos muertos. Y cuídese de la Segunda Sección.
Sardanelli murió a medianoche. Llamé para anular el pedido del
helicóptero, pero nadie me respondió. No me animé a quemar los cadáve-
res, no sabría qué explicar a los muchachos. Y además, el cuerpo de
Sardanelli es algo que todos respetamos, quien más quien menos, y el
respeto es algo que debe fluir sin reflujos, como diría él mismo. A
medida que avanzamos, temo cada vez más el encuentro con la Segunda
Sección, que quizá esté totalmente liquidada y haya seguido marchando
hacia el punto de reunión. Al menos, en medio de tantas incertidum-
bres, siento la certidumbre creciente de que estamos ganando. Cada
tanto, de lejos, el viento nos trae el eco de los tiroteos.
Fin del boletín, gracias por leerlo.